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Pilar Ruiz Costa

La más fea de la casa

Nacimos los cuatro hermanos en cuatro años y cuatro días en una época en que por no haber no había ni lavadora. La ropa se lavaba a mano y a nosotros en un barreño: del menor al mayor y después se echaría un poco más de jabón Lagarto y la ropa a remojo, por aquello de optimizar recursos. ¡Cuatro hijos en cuatro años! Y sin embargo, lo curioso del asunto es que aun así —¿cuántas posibilidades había?—, todos salieron guapos. Bueno, todos menos yo, quiero decir. O eso quería decir —y vaya que decía— nuestra madre, que fue la encargada de enseñarnos lo que era el mundo: lo que está bien y lo que está mal; lo que es bonito y lo que es feo. El mayor con su boquita exacta y aquel pelo negro igual al suyo. El mediano con la piel tan fina y esos tirabuzones rubios y la broma cansina del vecino sueco que tuvimos alguna vez. Pero también tuvo aquel pelo el primer hijo de mi abuela que murió a los pocos años y ya entonces te decían que Dios nos lo había vuelto a mandar. Y el pequeño, con aquellos ojazos, anda que no era guapo. Y luego estaba yo: la más fea de la casa. ¿A quién habría salido, tan fea, con lo guapa que era ella? Y te mostraba orgullosa alguna foto suya de niña con un lazo blanco en su pelo ondulado. O de jovencita, con el pelo ya cardado y aquellos vestidos de cintura de avispa que le daban aspecto de reloj de arena. «Mira aquí, ¿ves? Decían que me parecía a Sophia Loren». ¿Qué sucedió en aquella generación que todas se parecían a Sophia Loren, a Elizabeth Taylor o a Ava Gardner? Y qué huérfanos nos quedábamos los que habíamos nacido, casi por generación espontánea, sin ser réplicas de nadie, sin nadie que quisiera ser el espejo donde nos pudiéramos mirar.

«No te pongas falda, que tienes las piernas feas, ¿de dónde habrás sacado esas piernas?» «Yo tenía la cintura más fina con treinta años que tú con diez», mientras me enseñaba aquellas faldas imposibles que guardó hasta que se rindió y acabaron convertidas en fundas de cojín. Y me contaba que la abuela le puso limón en los ojos nada más nacer para que los tuviera así de bonitos. «Y son almendrados». Mientras que los míos eran solo ojos. Y le lavaba el pelo con vinagre y por eso era brillante mientras el mío cumplía la función de enredarse y poco más.

Crecí de patito feo a pato sin pasar por cisne. Toda una vida para darme cuenta de que no era fea, ¡lo juro! Sino simplemente del montón. Menos en aquella casa. Si iba de visita me tocaba una manga como si fuera de material inflamable, o me daba una vuelta con gesto de desaprobación. «Has adelgazado», «has engordado», sin que nunca jamás se diera el caso de que me encontrara de buen ver. Y yo ya arrancaba mi aprendida batería de que no que no o que sí que sí, mientras la esquivaba por si acaso se le ocurría limpiarme un moflete con un escupitajo como cuando de niña, delante de quien fuera, me encontraba algún churrete.

Gorda o flaca, cuando le dije que me divorciaba, me gritó que quién más me iba a querer. «Y además divorciada. ¡Y con tres hijos!». Y me enumeró la larga lista de por qué ella y todas las mujeres que conocíamos tenían más motivos que yo y que englobaban maridos vagos, que iban de bares o hasta tenían queridas. «Pero aguantaban». Con lo ocupadas que debían estar esas mujeres mordiéndose las ganas de un divorcio como para preocuparse por el mío, pero le contesté que no o que sí y ya no hablamos mucho más. Poco después, me llamó porque coincidió con alguien en algún entierro que le contó que me había conocido y hay que ver qué guapa soy. Ella, mientras el muerto iba o venía, le lanzó un «Por supuesto, ¡como su madre!». Y le espeté desde el otro lado del teléfono que no me daba la gana. Que o me parezco o no me parezco, pero tras toda la vida renegando de mí y llamarme fea, fea, fea, no viniera ahora con el cuento de que me parecía cuando una vez caía un cumplido. Y ya siguió hablándome del muerto, o de la familia del muerto, claro que te acuerdas de ellos, cómo no te vas a acordar. Y por acabar cuanto antes le diría que sí o que no.

Pensé sinceramente que ya teníamos zanjado el tema ese de lo fea que soy, pero no. Que tras año y pico de no vernos —no por rencor, sino por pandemia—, va y me llama para contarme que mi hermano le ha llevado de visita a su nueva nieta, con esos ojazos, como su padre, que hay que ver qué ojazos tenía. Y lo guapa que es. «Pero es que hay que reconocer que las nietas las tengo muy guapas, la única que me ha salido feúcha es la hija». Y entonces recuerdo que sí, que hace más de un año que no la veo y fue precisamente en la boda de mi hermano. Llegué a la iglesia con mi mejor vestido y me recibió con un si no me había peinado y qué poco me había maquillado, ¿no? Y algo le contestaría. Quizá que sí, quizá que no.

Pero ahí estaba, entre la dos, el karma iridiscente en la forma de mi hija. ¡Hay que ver lo que son las cosas…! Mi madre que tuvo la hija más fea de la casa y yo que tengo, ¡lo juro! La hija más bonita del mundo.

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