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Jordi Sevilla

Estabilidad presupuestaria y monetaria, revisitadas

   Las vigas maestras sobre las que se construyó la Unión Económica y Monetaria para proteger al euro son la estabilidad presupuestaria y la monetaria. La primera se definió como la obligación de los estados miembros de mantener su déficit y su deuda pública dentro de determinadas cifras limitativas. La estabilidad monetaria, cuya responsabilidad se le encomienda al Banco Central Europeo, se concretó en la obligación de mantener los precios por debajo de un límite de subida anual que, tras no pocos debates, se estableció en el 2%.

Ambas políticas tienen su fundamento teórico en la bondad atribuida a mantener estable el valor de la moneda por su carácter de unidad de medida de los bienes y servicios del conjunto de la economía. Dado que el déficit público exige ser financiado mediante la emisión de deuda pública que acaba incrementando la cantidad de dinero que circula por la economía y ello, según dicen los libros de economía, acababa provocando inflación y, por tanto, una depreciación del valor de la moneda, controlar déficit, deuda y precios formaba parte del mismo modelo analítico. Un modelo que ha saltado por los aires, ya antes de la pandemia, cuando los precios no mostraron síntomas alcistas a pesar de las fuertes emisiones de dinero que se inyectaron en la economía mundial para hacer frente a la Gran Recesión de 2008.

Al principio, se discutió sobre si la inflación estaría amordazada por hechos coyunturales o temporalmente dormida. Pero el asunto cobró dimensión internacional cuando Larry Summers, ex secretario del Tesoro de USA y uno de los economistas más influyentes del mundo enunció, en 2013, la tesis del estancamiento secular para definir el momento actual como un largo período donde se daban reducidas tasas de crecimiento económico, a pesar de unos tipos de interés históricamente bajos, junto a una intensa revolución tecnológica digital que no parecía estar incrementando la productividad de la economía. El cuadro se cierra con unas elevadas tasas de ahorro, con la consiguiente bajada de la demanda y, con una llamativa ausencia de inflación. Todo ello obligaría a arrumbar, siquiera de forma temporal, una buena parte del saber económico ortodoxo acumulado durante las últimas décadas, esas en las que se alumbraron, precisamente, los principios de estabilidad presupuestaria y monetaria formalizados en el Tratado de Maastricht, firmado en febrero de 1992.

Para ayudar a relativizar la versión ortodoxa que se ha asentado sobre las políticas de estabilidad europeas, quiero aportar algunos datos. Las cifras concretas que iban a limitar el déficit y la deuda pública tomaron como referencia la media de las existentes ese año en los países europeos. Por citar el caso de España, cuando se aceptan los límites del 3% de déficit público y del 60% de deuda, nosotros teníamos un déficit del 4,4% del PIB, una deuda pública del 45% del PIB y cinco años para conseguir reconducirlos dentro de los parámetros exigidos.

Los límites de estabilidad presupuestaria nunca se pensaron, pues, como restrictivos para los países firmantes porque la aspiración política, tras la caída del bloque soviético, era construir una Unión Económica y Monetaria lo más amplia posible. Luego, vino la crisis económica de 1993 y todas las magnitudes se dispararon y ello fue lo que obligó a posponer dos años la fecha elegida para formalizar el euro y generó tantos problemas para conseguir reconducir las magnitudes a los límites establecidos, convertidos, ahora, en restrictivos, no por deseo de los autores del Tratado, sino por la fuerza de una crisis con la que nadie había contado. Y porque Alemania optó, ya entonces, por una visión dura y literal: «el 3% de déficit, es el 3%», cuando otros países pedían flexibilidad interpretativa del Tratado.

Tampoco fueron muy espectaculares los cambios provocados sobre la inflación por el compromiso sobre estabilidad monetaria. En términos de IPC Armonizado, se pasó de una tasa del 3,4% en 1993 (España estaba en el 5%), al 2.2% en el año de entrada en vigor del euro, apenas unas décimas por encima del objetivo establecido. Donde sí hubo un importante efecto fue en el proceso de convergencia de los tipos de interés hasta confluir en el tipo único definido por el nuevo BCE. En nuestro caso, pasamos de un tipo de interés del Banco de España del 13% en 1993, al 3% con que se estrenó el BCE en 1998. Aquel desplome acelerado de tipos sí fue la verdadera razón del llamado entonces “milagro español”.

La percepción sobre las reglas de estabilidad presupuestarias y monetarias establecidas para los países de la eurozona no podía ser más que positiva. Hasta que llegó la crisis financiera de 2008, seguida de la crisis del euro de 2010 y Alemania, como acreedor, impuso a los países endeudados el conocido como “austericidio”, principalmente presupuestario vía recortes del gasto público. Por su parte, cuando llega Draghi al BCE inicia la rebaja de tipos, los “manguerazos” de liquidez y la compra de deuda pública para rebajar las presiones sobre las primas de riesgos y son estas medidas las que acaban salvando la situación, sin disparar la inflación, pero rompiendo la interpretación “ortodoxa” de los Tratados hasta el punto de que los alemanes llevaron el asunto a su propio Tribunal Constitucional para ver si era legal lo que estaba haciendo el BCE.

A diferencia de entonces, en la actual crisis provocada por la pandemia no solo se refuerza la interpretación flexible del principio de estabilidad monetaria hasta llegar a que el BCE tenga en sus balances una parte importante de la deuda pública generada por el covid, sino que se suspenden, hasta 2023, las duras reglas de estabilidad presupuestaria, lo que permite aprobar las medidas extraordinarias de apoyo público puestas en marcha, a pesar de disparar los déficits y el endeudamiento, sin que veamos ni las orejas de la inflación.

Pasada la pandemia, se anuncia la revisión de las reglas de estabilidad para adecuarlas a esa nueva realidad de estancamiento secular sin inflación. Y se escucharan propuestas, empezando porque el BCE condone la deuda pública generada por la pandemia, como hemos pedido un nutrido grupo de economistas europeos encabezados por Piketty, porque es preferible un ajuste de capital del BCE, antes que someter a otro duro recorte a las rentas de las familias para devolver un endeudamiento forzoso en el que se ha incurrido por razones de salud pública. Las reglas presupuestarias también deberán revisarse, por ejemplo, excluyendo la inversión pública del cálculo del déficit a efectos de Bruselas, tomar en consideración solo el déficit estructural, o matizar la condición limitativa de la deuda pública sobre el PIB con su coste efectivo ya que es imposible no tener en cuenta que hoy los tipos de interés de esa deuda son cero o negativos. En paralelo, la aprobación por la UE de los fondos Next Generation y, sobre todo, la aceptación de su financiación mediante deuda, por primera vez, mutualizada, representa el embrión de un tesoro público europeo que augura un gran recorrido integrador.

Mucho trabajo por delante, para adaptar aquellas reglas de estabilidad presupuestaria y monetaria que se acordaron hace treinta años en el Tratado de Maastrich, a la nueva realidad de nuestra economía de hoy, tan diferente a aquella, y de las necesidades de los ciudadanos de hoy.  

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