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Julio Monreal

EL NORAY

Julio Monreal

¿Gaudeamus igitur?

¿Gaudeamus igitur?

El Observatorio del Sistema Universitario acaba de echar un jarro de agua fría sobre el ensimismado sistema valenciano de educación superior. Según las conclusiones de su informe, elaborado por expertos, cuatro de las cinco universidades públicas de la Comunitat y las cuatro privadas no podrían ser consideradas como tales cuando se apliquen los requisitos de creación y autorización de universidades que el Gobierno prepara y que ya ha pasado la fase de información pública. Algunas de ellas ni siquiera cumplen las condiciones que establece la normativa vigente, aprobada en 2015. Sólo la Politécnica de Valencia alcanza los índices, actuales y futuros, en los parámetros analizados: oferta docente, actividad investigadora y situación y cualificación de la plantilla de personal docente e investigador (PDI).

Los mismos autores del informe «A qué puede llamarse universidad» relacionan el triste nivel de las instituciones analizadas con los recortes presupestarios aplicados tras la crisis de 2008, que han llevado a los rectores a endeudarse y a precarizar las plantillas por la prohibición de reponer al personal que se jubila (la conocida como tasa de reposición). De las 81 universidades examinadas, sólo 18 cumplen con los requisitos en vigor, y únicamente 12 pasarían hoy el listón del decreto que se prepara. ¿Hay motivos para alegrarse, como reza «Gaudeamus igitur», el himno de las ceremonias de la educación superior? Pocos. El decreto que viene da cinco años para cambiar las cosas y superar el examen, y con ese plazo las universidades privadas que hoy incumplen todos los requisitos estarán en mejores condiciones de aprobar que las públicas, elefantes administrativos con lenta capacidad de reacción, como la pandemia ha puesto de manifiesto.

En la Comunitat Valenciana, la oferta docente (número de grados y másteres), se cumple en las cinco públicas y en las dos privadas de inspiración cristiana (Cardenal Herrera-CEU y Católica de Valencia, las dos que al cardenal Cañizares le gustaría fusionar) pero las otras dos, Europea e Internacional, no alcanzan ni este ni los otros dos requisitos analizados. Es en la actividad investigadora donde se abre una gran brecha entre lo público y lo privado. Las primeras superan ya hoy lo previsto en la nueva legislación en asuntos como proyectos de investigación nacionales e internacionales, publicaciones científicas o personal doctor acreditado con los denominados sexenios. Nada de esto parece inquietar a las privadas, centradas en la oferta docente, que es la que atrae alumnado y matrículas y no requiere inversiones especiales.

El agujero más importante está en las plantillas de PDI, y eso que la legislación que viene no endurece la actual: un profesor por cada 25 alumnos; la mitad han de ser doctores; los contratos temporales no pueden superar el 40 % de la plantilla docente, y se elimina la obligación de que el 60 % del personal trabaje a tiempo completo. Sólo la Politécnica y las dos cristianas cumplen este marco. El veto impuesto por los sucesivos gobiernos a la sustitución de jubilados ha disparado la contratación de profesores asociados hasta incluso desvirtuar esta figura, prevista para llevar a las aulas la experiencia de las empresas con docentes a tiempo parcial que deben tener otro «trabajo» como principal. Y ha llenado las tarimas de becarios con contratos precarios.

Las arcas autonómicas, que son las que nutren las de las universidades, han obrado el milagro de rebajar de 800 a 115 millones de euros la deuda histórica con los campus, pese a sus propios números rojos y a la falta de una adecuada financiación estatal. Aunque los rectores no pierden ocasión para pedir, las universidades públicas -las privadas son empresas- han de compartir la responsabilidad del suspenso casi general, pues en el ejercicio de su celosa autonomía y con el dinero de todos se ha jugado a veces a los imperios promoviendo titulaciones, infraestructuras y actividades que se podían haber ahorrado. En lugar de competir con la vecina se deberían haber impuesto la sensatez y la colaboración, bajo una mirada global que atendiera a la sociedad a la que se dirige la educación superior, en lugar de practicar el ombliguismo y amparar el clientelismo y la endogamia en los departamentos como piezas de un juego de poder que tanto daño sigue haciendo hoy.

Algunos y algunas parecen hacer olvidado que la universidad no es un fin en sí mismo, sino un medio de formación y de transferencia de conocimiento a la sociedad, de investigación y de creación científica, especialmente hoy que el mundo se enfrenta al reto de una pandemia que ha obligado a todos a tomar conciencia de la fragilidad del ser humano y de las debilidades del estado del bienestar.

Por todo ello merece especial mención esta semana el trabajo de unas decenas de jóvenes impulsores del proyecto Hyperloop, cultivado en las aulas y en los talleres de la Universidad Politécnica de Valencia. El sueño de viajar a 1.000 kilómetros por hora en una cápsula que levita dentro de un tubo de vacío está hoy más cerca gracias a esos alumnos, a sus profesores y a una institución que con poco más de 50 años se ha situado entre las mejores del mundo en su ámbito generando ciencia y caldo emprendedor para la sociedad que la sostiene. Cumpliendo su papel ha aprobado el examen en unos tiempos de gran dificultad económica. Las otras ocho universidades valencianas tienen cinco años para ponerse al día y no hay tiempo que perder. La sociedad necesita los mejores graduados, doctores, investigadores, científicos y profesionales en todos los ámbitos. Esa es su tarea.

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