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PUNTO Y APARTE

Isabel Olmos

Yo me acuso

Yo me acuso

Hace unos años, una vecina ya mayor me contaba entre risas la siguiente historia. Su hermano, fallecido hacía tiempo, había tenido siempre la mano ‘muy larga’, tocando a quien no debía donde no debía. Varias muchachas trabajaban ayudando en la casona familiar donde ellos residían y tenían que aguantar que el susodicho las persiguiera, abrazara y tocara el culo cuando a él le venía en gana. Esta mujer lo narraba como un hecho gracioso, irrelevante, fruto de la conducta de un hermano que, ‘pobret’, no podría controlarse. En ningún caso se planteó que no estuviera bien lo que hacía: es que él era «así» y no tenía «maldad».

Hay que ser muy valiente para denunciar un abuso sexual. Mucho. Se tenga la edad que se tenga y hayan pasado los años que hayan pasado. Hay quien no puede ni contarlo, no podrá jamás, y se lo llevará a la tumba. Y aquí paz y allá gloria, con el dolor a cuestas, eso sí. El abuso de cualquier tipo pero sobretodo el sexual es, sin duda, una de las situaciones más desgarradoras que puede experimentar una persona en su vida, porque casi siempre suele producirse en un ámbito donde el agresor juega un papel de cercanía, de confianza, y es por ello que la profundidad de la herida ahonda más allá de la propia piel y rasga hasta el alma.

En muchas ocasiones, como la mujer mayor de la que hablaba al principio, me he sorprendido a mi misma pasando de puntillas o de perfil ante el abuso. Me he asomado a la ventana del patio de vecinos y al ver jaleo he cerrado la ventana y he echado las cortinas. Ya se encargará alguien de arreglar eso aunque, quien sabe, quizás no es tan grave, quizás no es como lo cuentan, quizás habría que ver más cosas o seguramente algo querrá y blablabla.

Todas las personas crecidas y aprendidas en este sistema, absolutamente todas, tenemos un buen repertorio aprendido de ‘Cosas que decir para desacreditar a quien denuncia un abuso’ y lo vomitamos a la mínima ocasión. Y no me estoy refiriendo solo a aquellos casos en los que las mujeres son las víctimas -ahí ya aplicamos la enciclopedia completa- sino también en aquellas situaciones en las que lo son niños y hombres, por ejemplo, los monaguillos abusados por representantes de la iglesia católica. En la iglesia ‘eso’ no podía pasar, y costó mucho que ese mantra se desintegrara. En general, al patriarcado no le gusta el débil, tenga el sexo que tenga. La autoridad es la autoridad. Por eso únicamente desaprendiendo lo que nos enseñaron podemos ver las cosas como son en realidad, sin visillos.

Y por eso sé, también, que he fallado y que me toca pedir perdón. Siento que he fallado a muchas víctimas por haber dudado de ellas; por haber creído antes al agresor por su posición, imagen, cargo que a las víctimas ; por haber desconfiado o buscado ‘intereses ocultos’ en su denuncia; por haber dudado de su memoria o de sus capacidades perceptivas para entender la realidad o, simplemente, por no haberme fiado. Pero, sobre todo, siento que las he fallado por haber tenido miedo a creer lo que contaban. A que fuera verdad. Porque si lo que contaban era verdad, si lo que denunciaban era abuso, si esos son los parámetros de lo intolerable, si aquello que yo veía ‘normal’ no lo era, entonces mi mundo -como el de muchas personas- se desplomaba.

No sé cuántas generaciones más harán falta para abandonar el miedo a ver. No lo sé. Quizás es tan profundo que tarde muchas décadas o quizas caiga en cascada en un segundo ante nuestros ojos. Lo dudo. Pero, de momento, intentemos no dudar.

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