Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

thumb-isabel-olmos-(1).jpg

PUNTO Y APARTE

Isabel Olmos

‘La dansa del vetlatori’

Cuando era niña, mis padres nos llevaban a pasar muchos sábados al Parc de Benicalap. Nos desplazábamos desde Torrent con comida, bebida, mantel y servilletas y allí pasábamos muchas horas, a veces hasta bien entrada la tarde, con la perspectiva de intentar abarcar un paraíso que, a mis jóvenes ojos, parecía ilimitado. Durante horas, mi hermano y yo escalábamos las estructuras de madera con una pasión desbordada mientras ellos, los mayores, aprovechaban para hablar de sus cosas. En esa València de mediados de los ochenta que se desperezaba de muchas cosas, en el ágora del parque se reunían grupos de música tradicional valenciana como Alimara o Carraixet y fue allí donde, por primera vez, escuché una canción que me cambió, una canción que me lanzó sin salvavidas al abismo del dolor de los adultos.

Nunca hasta entonces en toda mi infantil existencia me había planteado que los niños pudieran no nacer. Es verdad que siempre había sido una niña despierta y muy curiosa pero entre los terrores y horrores que una, hasta ese momento, había imaginado, vivido o rescatado de las conversaciones de los adultos, la muerte de un bebé, el hecho de que pudiera nacer muerto o simplemente no llegar a nacer no cabía ni mínimamente en mi universo infantil. Los niños llegan al mundo porque sí, pensaba yo, porque no era capaz de concebir que no pudiera ser así, no veía el motivo lógico para que eso no sucediera. Con un mundo tan lleno de todo ¿cómo no iba a caber un bebé?

Fue entonces cuando escuché por primera vez La dansa del vetlatori, una canción que me rasgó por dentro y por fuera y que, todavía ahora, me devasta mente y alma cuando me ronda esta tragedia sin nombre, sea en un caso cercano o no. Recuerdo a balladors y balladores ocupar perfectamente el espacio en semicírculo del ágora, con las manos en las caderas y oscilando éstas de izquierda a derecha al ritmo de las castañuelas y, de pronto, una pareja que irrumpía entre todos ellos, la protagonista de una historia atroz. «Dones vingueu a ballar que és dansa que sempre es dansa quan es mor algún albat», cantaban. «El pare i la mare ploren, no ploreu pel xiquet, que s’ha mort la criatura i s’ha tornat angelet». He oído, con el paso de los años, esta canción en todas sus versiones, desde aquella primera vez cuya voz penetró en mi y nunca he logrado identificar hasta la dulce voz de Maria Arnal o el grito desgarrado de Miquel Gil, y continúo sucumbiendo a esa mezcla entre un horror que roba la respiración y la belleza inocente de la música.

No conozco a una sola familia a la que la muerte no le haya robado algún albat, la mía incluida, y en ocasiones me sorprende la normalidad con la que hablamos de esta pérdida, que a mi me parece inmensa. Damos por sentado que las mujeres pierden hijos igual que los tienen y que ya ‘vendrán otros’. Abortos, embarazos cuyo desarrollo es ‘incompatible con la vida’, partos a los que el bebé llega sin vida, y la vida sigue, igual que sigue tras un accidente, una enfermedad, una guerra o una pandemia. Pero eso no es así, jamás la vida sigue igual. La herida siempre está. Y como soy de esas personas que piensan que no surgimos de una combustión espontánea sino que somos el resultado de las vivencias, memorias, amores o desuniones de quienes estuvieron antes que yo, a veces siento, sin haber sido madre, la nostalgia de lo perdido, de lo que no llegó a nacer, y me pregunto si eso será posible, sentir esa añoranza, o solo son los acordes lejanos de una Dansa del Vetlatori que, en ocasiones, aunque la rehúya, vuelve a mi.  

Compartir el artículo

stats