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Alfons Garcia

Brines contra el pesimismo

Perdonen la confianza pero uno siente que una parte de su mundo se extingue cuando muere alguien como Francisco Brines. Como si te sajaran una parte de tu juventud. No conocí mucho a Brines. No tengo grandes aventuras que narrar. Solo fui un periodista que durante algunos años lo telefoneó después de cualquier premio o tras algún proyecto que lo involucraba. Solo he sido un lector que tuvo la fortuna de pasar una jornada con él en Elca cuando la vejez y la enfermedad ya acompañaban sus días. Fue antes del Cervantes, en diciembre de 2019, pocos meses antes de pandemias y restricciones, y lo recuerdo feliz, a pesar de su respiración difícil y su voz escasa. Lo recuerdo sonriente junto a la chimenea, enseñando fotos y pinturas, mirando el mar desde la ventana. Porque todo va al mar. Lo recuerdo con la tranquilidad lúcida de quien habla cuando lo ha hecho todo, del que sabe que en cada una de sus frases, ya contadas, puede dejar un mensaje y aparta el pudor para desnudar lo más íntimo. Lo recuerdo importante. Recuerdo al hombre que asume su debilidad, ajeno a grandes certezas, ni siquiera envidioso de los que no dudan, porque sabe bien que están equivocados. Recuerdo al hombre que vive porque aún disfruta de los pequeños placeres: de vestir elegante, de la copa de licor extraída de una caja coqueta antes de comer, de enseñar su paraíso, que pronto descubrió que era de todos, porque todo está en la infancia, en un pequeño trozo de tierra que siempre es más completo si lo rematan la montaña y el Mediterráneo. Recuerdo al hombre que entendió que no hay mucho más que mirar el mundo con el amor necesario. Lo demás es prosopopeya. Papel sobrante. Recuerdo la mirada cálida del hombre que no tiene miedo al único porvenir y que ha hecho las paces consigo mismo. El hombre que sabe que los instantes de gozo, la felicidad pasajera, son suficiente justificación para dejar de amargarse por el miedo a la luz, la sombra o la nada. Recuerdo al amante de la palabra exacta. Quizá ese es el encanto de la poesía: demorar el decir para decir de manera más profunda. Ese fue el encanto final de Brines: adquirir sin buscarla la condición de clásico en vida, ajeno a modas, tendencias y giros de época. Su voz residía cada vez más en lo esencial, en ese misterio humano que no tiene lugar ni tiempo.

Aquella jornada parece tan lejana hoy, después de esta pandemia y tanta zozobra vital e histórica. No son buenos tiempos para la decencia ahora que la mentira se utiliza como arma para perseguir a extraños y, sobre todo, pobres. La decencia sangra ahora que las fronteras son un muro para ocultar la miseria y el hambre, para alejarnos de los otros. No son buenos tiempos para la decencia cuando se amedrenta al que abraza al afligido salido del mar por ser de otro color. No son buenos tiempos para casi nada cuando hay tanto odio público y ansias de escarnio. Cuando impera el reino de la frivolidad y la victoria es más importante que la paz. No son buenos tiempos cuando la gente empieza a huir, acorralada o temerosa, de las redes sociales, la plaza pública de estos días. No son los mejores tiempos si alguna vez los hubo, pero son los nuestros y no deberíamos permitir que nos robaran la voz. No son los mejores tiempos, pero si algo me queda de aquella mañana fría de invierno en Oliva es la voz de Brines contra el pesimismo de los tiempos. Se necesita perspectiva y serenidad de espíritu para observar que, a pesar de los males, hay más justicia hoy que en cualquier otro momento de la Historia. Pienso en aquel día y recuerdo sobre la mesa, como por azar el discurso de entrada en la Academia de Carme Riera: «Sobre un lugar parecido a la felicidad». Tan cargado de sentido hoy. Pienso en Brines y recuerdo el verso final de aquel poema británico suyo: «Mirad con cuánto gozo os digo que es hermoso vivir».

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