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Alberto Soldado

Alaridos contra la dignidad

Miro atento en la televisión una información sobre las condiciones de vida de cientos de jóvenes marroquíes de los que cruzaron la frontera en la crisis con el reino alauita. Jóvenes que viven en almacenes sin servicios, que vagan por las calles, buscando sobrevivir. Mean y defecan donde pueden y el Gobierno dice que espera diez millones de euros de la Unión Europea para ayudar a dotarlos de una vida con una mínima dignidad. Miro la televisión y pienso qué será de esos muchachos que se aferran a la esperanza de una vida mínimamente digna, esa que en su país no pueden conseguir. Miro la brecha social entre los poderosos de su país y los condenados a mear en las esquinas de Ceuta. Y brota un sentido de rebelarse contra esa injustica intolerable. En Ceuta, como en tantos otros lugares de España, sólo podemos ofrecerles caridad, que suele ser la nodriza de la vagancia. Corremos el riesgo de convertir la más hermosa de las virtudes en madre de la haraganería con todas sus funestas consecuencias. Llenos andan los albergues de inmigrantes a los que, como mucho, les damos de comer. ¿Hay planes educativos para que aprendan español? ¿Hay cursos para educarlos en los valores que sustentan la civilización occidental o preferimos la opción de justificarnos con el respeto al multiculturalismo equiparando los valores de quienes los lanzan al mar en acto inhumano y los que les acogen ? ¿Buscamos la igualdad de la mujer para los españoles y nos olvidamos de exigirla a quienes viven en este país por un supuesto respeto a la diversidad cultural? Si así lo hacemos, es renunciar a la democracia, a nuestros valores, aquellos que asentaron los filósofos griegos, y los que emanaron de Jerusalén, los del Renacimiento y la Ilustración.

¿Hay algo más allá de los alaridos contra su presencia o de salir del paso presumiendo de combatir los alaridos? Vagan por las calles obligados muchos de ellos a delinquir y provocando las reacciones primarias de una sociedad castigada por la incertidumbre y el miedo. Se lanzan bulos sobre hipotéticos privilegios de los inmigrantes sobre los naturales del país. Y las gentes, mucha gente, se los traga. Nadie que entra ilegalmente puede trabajar legalmente en España; se le atenderá caritativamente, como obliga nuestra condición de ciudadanos formados en valores de solidaridad, pero ninguna empresa puede contratar a un ilegal porque se la juega.

La respuesta de la mayoría de los ciudadanos de Ceuta ha sido ejemplar. Ha influido en ello, sin ningún género de dudas, la formación en valores de respeto a la dignidad de toda criatura que nos inculcaron en nuestra educación.

Recuerdo aquella selección francesa de fútbol del Mundial del 98, plagada de subsaharianos y de religiones diversas: con qué ardor cantaban la ‘Marsellesa’ antes de cada partido. Ellos veían a Francia como su auténtica patria, la que les dio de comer, la que acogió a sus padres. Y la hicieron campeona del mundo. Cantaban el himno de la libertad. De eso hace ya 23 años. Mucho tiempo en el que muy poco se ha hecho en Francia más allá de alaridos y proclamas por su situación actual. Así es que menos debates sentimentales y más acción integradora en los valores de libertad, igualdad y fraternidad para afrontar una nueva realidad que, guste o no guste, está en nuestras calles.

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