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Juan Lagardera

NO HAGAN OLAS

Juan Lagardera

La aceleración del tiempo

Desde las dos tandas de penaltis que padecimos los valencianistas en la final de San Siro contra el Bayern de Munich, a finales de mayo de 2001, cada vez que un partido importante llega a ese lance del fútbol, apago la televisión y me dedico a otra cosa, mariposa. Uno se entera rápidamente del resultado final, pero al menos se evita esa interminable angustia de los lanzamientos, la parsimonia de los jugadores de campo sobando la pelota, las maniobras del cancerbero en cuyo rostro suele aparecer el miedo del portero ante el penalti, título de la famosa novela de Peter Handke, premio Princesa de Asturias de literatura.

Algo parecido me ocurre, también, en los últimos minutos de un partido de baloncesto, cuando la diferencia en el tanteador es mínima, inquietante, y los entrenadores ordenan a sus jugadores que ralenticen el tiempo del partido haciendo faltas hasta conseguir doblegar el acierto del rival. Y como podrán imaginar, tampoco soporto las películas con una dosis de elevado suspense, con el porvenir de los protagonistas en el alambre accidental.

Gracias a la tecnología, sin embargo, ya es posible superar tales circunstancias. Los nuevos modelos de televisores incorporan la detención de la imagen y su rebobinado al antojo del espectador. Como antaño con los reproductores de vídeo –¿se acuerdan de aquellos aparatos y cintas de beta y/o vhs?–, el mando es capaz de manipular el tiempo de visionado, hacia adelante y hacia atrás en el caso de películas o programas completos ya emitidos, hacia el pasado únicamente durante las retransmisiones en directo. Así que, cuando llegan los penaltis, como en el último partido de España, apago y espero a saber el resultado: si es positivo, rebobino y me regodeo en la satisfacción.

Este control de la realidad televisiva se instauró con el Canal Plus, ahora Movistar, pero de inmediato fue adaptado a las nuevas y fulgurantes plataformas desde las que ahora vemos la tv, de Netflix a Flixolé, cuya capacidad de archivo se antoja inagotable. La biblioteca infinita con la que soñó el escritor Jorge Luis Borges no parece posible dada la hiperproducción editorial presente, en cambio ya tenemos aquí la televisión infinita. De hecho, los canales tradicionales de la televisión terrestre, o sea, la 1, la 2, la antena 3, la cuatro… acaban de incorporar una serie de funciones para controlar el tiempo de las emisiones pulsando los botones de colores del mando, uno de los cuales, el azul, se llama Lovestv y todavía media humanidad no sabe para qué sirve.

Esta nueva capacidad de ver la televisión, tanto la nueva como la vieja, se complementa con internet, cuya realidad paralela es preferida por los jóvenes. Según el último Mobile anterior a la pandemia, más del 75% de los chicos menores de 30 años se decantan por internet y sus redes sociales para informarse o entretenerse –que para ellos suele ser la misma situación–, y más de la mitad de estos se decantan por hacerlo mediante el lenguaje audiovisual, por lo que eligen Youtube o Instagram cada vez más en detrimento de los ya prehistóricos Facebook o Twitter. Lo ultimísimo, como sabrán, se llama Tik Tok, el servicio de redes sociales chino que junto a Booking, un buscador digital turístico, patrocina la actualísima Eurocopa de fútbol.

Tal vez no seamos conscientes de estas nuevas realidades que las jóvenes generaciones incorporan a su vida cotidiana con una normalidad de lo más natural, pero las consecuencias de estas diversas formas de relacionarse con el universo audiovisual están conformando un mundo completamente distinto al que hemos vivido hasta la fecha. Un mundo de múltiples estimulaciones en tiempos constantes y cuya aceleración o pausa depende de nosotros, de uno mismo, pero cuyo presente social, para quienes quieran vivirlo así, exige una velocidad de crucero muy alta. No es extraño, pues, que la nueva enfermedad descrita por la medicina actual se conozca como fatiga crónica.

Frente a este ritmo vital en busca de novedades constantes y comunicaciones rápidas y sencillas, una parte importante de las generaciones adultas se rebela con hastío y pronosticando apocalípticas consecuencias. Es una constante de la historia, aunque esta mirada crítica de lo pasado sobre lo por venir, también se ha acelerado de modo exponencial en los últimos tiempos. En uno de los célebres diálogos de Platón, el Fedro, se reflexiona sobre los límites de la memoria y de cómo la escritura, a la que se considera una técnica y no un arte literario, produce olvido y apariencia de sabiduría. Pues algo similar está ocurriendo con el uso masivo del audiovisual, a través de cuya contemplación la mayor parte de la población accede al conocimiento del mundo.

Los momentos actuales sitúan a los jóvenes en un marco vital acelerado, en busca de que se dispare la adrenalina excitante. Se suceden los botellones, muchos se ríen de los virus, y en tales circunstancias la escuela carece de respuestas formativas para el nuevo mundo. Memorizando la lista de los reyes godos o los grandes ríos europeos no es posible comprender la realidad, distanciarse de la misma y saber moldearla para que nos proporcione una tranquila felicidad. Se anuncia en nuestro país un cambio de modelo educativo. Para cuando llegue tal vez ya sepamos idiomas solo con insertar un microchip.

Y si la educación es neolítica, qué decir de la política, cuya misión, se supone, es la de discernir los problemas reales de los ciudadanos a los que representa y buscar soluciones de convivencia. Su único avance tecnológico ha consistido en que se les pague el móvil y la tableta a cambio de fichar algún periodista para que les administre la cuenta de twitter. El resto de los mortales, al menos, podemos ralentizar la televisión y parar los penaltis.

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