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Alberto Soldado

El tren que paró los relojes

Aquel tren que no miraba el reloj, el que unía Valencia con Cuenca y Madrid, ha dejado de traquetear desde Utiel hacia el interior. La pandemia es la excusa de este abandono que tiene trazas de ser definitivo. El viajero puede optar por un cómodo autobús, pero no disfrutará de atravesar el puente de Enguídanos, ni los pinares de Mira, Víllora, Cardenete o Carboneras… Ya no se divisarán los zorros o ciervos que a veces cruzan la vía. Ni se impregnarán sus vagones del olor a romero y pino. Ya no podrá el viajero escribir con letra temblorosa sus pulsiones emotivas sobre los raíles sujetados con maderas carcomidas en un viaje sin prisas. Los sentimientos no tienen minuteros, quizás porque la vida mide el tiempo de manera diferente a la del mejor reloj suizo. El tren de los pobres se cierra entre tierras pobres donde nadie vive de la agricultura y donde el plástico desterró a la industria maderera otrora poderosa en Cuenca. Hablan de ecologismo y cierran el tren que abraza la naturaleza.

Atrás quedaron los últimos esfuerzos de aquellos trabajadores que redimían penas por pensar. Ni siquiera el recuerdo a aquellos prisioneros y de aquellas alegrías de su inauguración el 25 de noviembre de 1947 sirven para que los encargados de sumar y restar decidan que no vale la pena invertir en mantenimiento. No puede ser más miserable la actitud de abandonar una vía que vertebra la Cuenca cercana a Valencia, la Valencia que ama y estima a Cuenca. Subvencionamos a infinidad de organismos y asociaciones inútiles y no hay unos millones para salvar y adecentar el tren que abraza sentimientos y recuerdos, que, como en su día, hace más de diez años, propuso la Camára de Comercio sirviera para unir mercancías desde el puerto de Valencia a Madrid. Nadie hizo caso de la propuesta. A fin de cuentas, ¿cuántos votos hay en esos pueblos abandonados? ¿Necesitará Cuenca otro diputado que sea decisivo en votaciones? ¿A ese extremo de mediocridades y egoísmos territoriales llegamos?

Puede parecer un acto romántico esa inversión necesaria. Es lo de menos. ¿Acaso no es acto romántico el nacionalismo catalán? ¿Acaso no es romántico defender la lengua materna frente a las uniformidades? Si pensáramos como piensan los que suman y restan y hablan de utilidades, todos hablaríamos inglés, comeríamos hamburguesas y beberíamos coca colas. Claro que es romántico defender el olor a pinares y romeros, el soñar amores atravesando túneles y contemplar cervatillos corretear junto a la vía. No nos da la gana a los que amamos las tierras del interior ser siempre los abandonados.

En las estaciones de mampostería es posible que luzcan los relojes de cuerda. Abandonados hace años, marcarán horas diferentes, su último minuto, su hora de la muerte. Soñamos con ver sus minuteros resucitar. Un plan de turismo interior podría ayudar a esa resurrección. Un plan de inversión en transporte de mercancías directas desde el ampliado puerto de Valencia a Madrid, si alguna mente obtusa o las presiones de románticos interesados no lo impide, ayudarán a convencer a los encargados de poner excusas contables. Se trata de valorar la historia que vertebra, de respetar la naturaleza contemplada. Se trata de estimar una vida sin prisas en un mundo desorientado por falta de valores que no miran relojes.

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