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Alfons García03

A VUELAPLUMA

Alfons Garcia

Amarguras y esperanzas

Acabo de renunciar a ser un buen periodista. Y confieso que incluso me siento bien. Cuento. Estaba triturando uno de esos ratos muertos deslizando el dedo por la pantalla del móvil y me he encontrado en una red con un mensaje de un conocido, alguien académicamente formado, autor de algún libro y con cargo en alguna entidad cívica, en el que cuestionaba la eficacia de las vacunas. Lo habitual, una suma de medias verdades para llegar a una conclusión falsa: que vacunados y no vacunados tienen las mismas posibilidades de contagiarse y enfermar, con la diferencia de que los segundos no están expuestos a efectos adversos. He empezado a contestar, a contar mi experiencia con la enfermedad, a recordar las explicaciones de un médico de la UCI en el peor momento, pero me he parado, he borrado lo escrito y he bloqueado al sujeto. El buen periodista no debería renunciar a convencer al mal informado. El buen periodista debería creer en ayudar a construir una sociedad mejor al evitar un tentáculo de la fábrica de multiplicación de mentiras. Pero confieso que me he sentido liberado, como si perdiera peso (e ira), cuando he visto que el mensaje del individuo desaparecía y podía continuar con mi día.

Hace muchos años, antes de firmar mi primer contrato estable como periodista, el director me preguntó qué quería ser de mayor. Buena persona, contesté casi sin pensar y sin haber leído a Kapuscinski. Creo que hoy he empezado a renunciar a algo, pero confieso que, después de alguna cicatriz en las espaldas, vivir tranquilo, sin molestar ni dañar a conciencia a otros y sin que nadie intoxique gratuitamente mi existencia, me parece una de las pocas aspiraciones razonables. ¿Renunciar a la dialéctica me convierte en menos humano? ¿Huir del dolor y la suciedad moral no es una forma más grata de existir, aunque sea egoísta?

Supongo que en esta actitud hay algo de la amargura que deja la lectura de Los vencejos, la última novela de Fernando Aramburu. Los buenos libros se anticipan a respirar el aire de un tiempo nuevo y este transpira la decadencia de un ciclo, con desencanto y un hálito de esperanza, que sin ella sí que se desvanece la humanidad. Un tiempo en el que la verdad va con muletas y el fanatismo galopa. Un tiempo, pero, en el que aún relucen también gestos de resistencia y solidaridad.

Me siento como los soldados americanos se sentirían al abandonar Afganistán, pensando que dejaban a gente abandonada a su suerte, pero que al mismo tiempo las tutelas no pueden ser eternas, que al fin y al cabo una persona (y un país) en algún momento ha de hacerse dueño y responsable de sus días y sus noches. Pienso en la responsabilidad individual y colectiva del pueblo afgano, en el empeño tan humano en diluirlas para buscar culpables ajenos y hacer así más soportable este extraño paso por un globo repleto de maravillas. Y pienso de inmediato en que Kabul bajo los talibanes no está tan lejos de un país, este, que digirió con mesa camilla y brasero cuarenta años de dictadura (y podrían haber sido más). También se podría hablar de responsabilidades de todos. Las nuestras. Y también se podría hablar del abandono de los gobiernos vecinos en el peor momento por intereses geopolíticos. No todo es tan fácil como se ve desde el sillón de casa delante del televisor con una mesa repleta de platos. Pienso en lo fácil que es dar lecciones de convivencia desde un país donde los acuerdos son tabú, el diálogo se interpreta como derrota y el rival político es un enemigo con el que no caben treguas porque pesa más el poder que el bien común.

Al salir de casa, la vuelta a las clases la reciben en la escoleta vecina con carteles que recuerdan que la vida también es otra cosa. «Ens agrada somriure», dicen los carteles que los niños han pegado por todas las paredes. A mí también me gusta. A todos. Pienso que junto al mensaje bloqueado he leído otros, muchos más, inspiradores y luminosos. Porque sueño, no estoy loco, decía aquella película mágica de los 90. Porque hay sonrisas, hay esperanza.

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