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LA SECCIÓN

Tonino Guitian

Un ajuste de cuentas

En uno de esos aquelarres televisivos donde se habla de cualquier cosa, salió a debate si el problema de conflicto ruso debe debatirse desde el plano económico o moral. «¡Económico! -decía una- ¡La guerra nunca tiene en cuenta a las personas!» «¡Moral! -aseguraba otra- ¡El sufrimiento y la muerte no son un género contable!» Pues el tema ya sale en las bases del derecho, donde indican cómo debe procederse para la devolución de una cosa, siendo que esta ya no existe porque se haya perdido.

¿Pero cómo se restituye una alianza perdida? Si el daño material es difícil de compensar, hacerlo en el plano moral de la confianza es completamente imposible. Por más que se quiera equilibrar de un lado o de otro, no hacemos más que empeorar las cosas, y aún más si no se toma una decisión a tiempo.

El término «ajustar las cuentas», tan aplicable a la economía como a la venganza, es una expresión diabólica que cada diez años hace estallar otra guerra y transmite los odios entre generaciones. Porque lo que no se borra nunca, por mucho que presumamos de dialéctica, no es lo aprendido con atención, es la derrota, la bofetada. Una generación no reconoce las culpas de la generación anterior, pero bien que defienden sus posesiones, aunque su padre las haya robado al vecino. Cada uno de nosotros no ve más que la mala suerte sufrida en nuestra última jugada, aunque haya hecho trampas a lo largo de la partida o de la historia.

Por eso tanta alusión a la última gran derrota de la humanidad, el fascismo. La derrota de la globalización, de la integración o la asimilación de las diferentes culturas y pueblos, que ha sido uno de los grandes retos fallidos del nuevo mundo. Porque suponemos que combatir el fascismo es una de las razones por las cuales los grandes bloques de poder económico están haciendo de una forma muy sui generis la guerra al totalitarismo, pero únicamente al foráneo.

Pero los motivos del fascismo no estuvieron únicamente marcados por el afán exterminador. Su guía fue el estado activo o latente que tenemos todos dentro y que nos permite, en nombre de la sociedad y del futuro, echar fuera del bote salvavidas a otros. Y lo hacemos por comodidad, por razones que creemos fundadas o porque alguien nos ha dicho que eso nos salvará. Vean lo fácil que ha prendido la moda de borrar del repertorio musical a Chaikovski, porque lo primero que viene a la mente al escuchar su apellido no es la marcha Radetzky, sino su nacionalidad.

Cuando Hitler retomó las viejas ideas antisemitas, suscitó una nueva teoría que atrajo a millones de simpatizantes y la colaboración internacional. Muchos extremistas encuentran aún una acción provechosa el haber destruido Europa, porque la economía estaba en manos de los judíos, y eso no era tolerable. Explícales que, mientras miles de personas eran acusadas de adorar al becerro de oro, Himmler fabricó su imprenta de falsas libras esterlinas en la Operación Bernhard. Háblales de los 1.000 millones de marcos que cobraba Hitler por ser presidente del Reich, 24 millones como canciller, 906.000 marcos como jefe de partido y dos millones seiscientos mil dólares de renta. La calumnia es un instrumento polémico demasiado cómodo como para renunciar a proyectar sobre el otro la imagen de las propias bajezas. Y no es por maldad consciente. El filósofo Claude-Adrien Helvétius decía que los hombres no son malos, sólo están sometidos a sus intereses, y los moralistas no podrán evitar nunca este mecanismo porque estamos guiados por el sentimiento, que es una máscara más del interés.

¿Se han fijado en ese cambio oscuro que nos ha rozado después de la pandemia? Ese principio de provecho propio, de egoísmo que saltó con el sálvese quien pueda vírico y que puso delante de nuestros corazones decisiones vitales. Como la de usar la vacuna y salvarnos de los demás o, al contrario, rechazar la inmunización para conseguir salvarnos. Se nos han acrecentado los deseos más oscuros dentro, incluso el de disfrutar sin culpa. Miles de personas están desertando de su puesto de trabajo desde Nueva York a Pekín, porque no encuentran motivación alguna para llevar una vida a lo Damocles. No aguantamos a los otros porque ni nos soportamos a nosotros mismos.

Esto puede ser el principio del llamado Apocalipsis, reducido hoy a un género cinematográfico de cataclismos, pero que en la traducción griega del hebreo suena más alegre: revelación, desvelamiento. Una nueva apertura de la mente universal, que quizá nos llegue cuando entre todos hayamos limpiado los desastres y la hierba cubra causas y consecuencias. Y encima de esa hierba, habrá alguien mirando las nubes, con una espiga entre los dientes, como los que pintan los poetas.

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