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Juan José Millás.

Cosas del masoquismo

«Da lo mejor de ti mismo», me decía mi madre con frecuencia. Durante mucho tiempo creí que era una frase suya, pero luego la he visto reproducida por aquí o por allá. Se usa para animar a la gente que está a punto de hacer algo importante, trátese de un político en el trance de dar un mitin, un cantante al borde de la actuación o un joven que se examina de estadística. Imagino que se repite tanto porque a veces uno tiene la tentación de dar lo peor de sí mismo. Yo he perdido varios trabajos por culpa de esa tendencia autodestructiva. En las entrevistas personales, viendo al tipo (generalmente era un tipo) encargado de juzgar mis aptitudes, no podía evitar mostrarle lo peor de mí mismo en la esperanza de que él mismo se viera en ese espejo. Pero la gente que se dedica a la selección de personal tiene muy buena opinión de sí misma. Son incapaces de mirarse en el otro. O en la otra (limitaciones del genérico).

A veces, de pequeño, me encogía como una oruga debajo del hueco de la escalera y trataba de hallar lo mejor de mí mismo. Pero lo mejor y lo peor se hallaban mezclados, en confuso desorden. Digo que se hallaban mezclados como para fingir que había en mí algo bueno, pero la verdad es que, a la luz de la concepción que se tenía entonces del pecado, no era fácil hallar un diamante moral entre aquel montón de escoria que tenía la forma de mi alma.

Se lo comenté a mi psicoanalista:

–Mi madre decía que diera lo mejor de mí.

– ¿Y lo ha dado?

–¿A quién?

–No sé, al mundo, a la sociedad, a su familia.

¿He dado lo mejor de mí al mundo, a la sociedad, a mi familia? Pues no lo sé, supongo que sí, de otra forma lo tendría dentro y, la verdad, no veo dentro de mí nada que valga la pena. Si no lo tengo es porque lo he dado. O porque jamás lo tuve, en fin. No hago otra cosa, desde hace días, que darle vueltas a la frase. Es lo que tiene el masoquismo, que te proporciona algunos ratos buenos, pero por lo general no sirve más que para autocastigarte. Ayer me escuché diciéndole a uno de mis hijos que diera lo mejor de sí y luego estuve a punto de arrojarme por la ventana. Pero llovía y llovía.

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