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Inmaculada Gónzalez-Carbajal

Humanidad

Lo que no se enseña en Medicina y se debería enseñar

Recientemente, hemos conocido el testimonio desgarrador de la enfermera Cristina Fernández-Coronado en el que pone de relieve un problema muy serio que tiene la sanidad actual: la falta de humanidad en muchos profesionales, sobre todo médicos. A esta situación hemos llegado avanzando paso a paso, por un largo camino que muchos veníamos advirtiendo, porque la carrera de Medicina, que exige un gran esfuerzo, proporciona muchos conocimientos necesarios para ser un buen profesional, pero adolece de la formación humana que debería ser imprescindible para ser un buen médico. En este sentido, no se cumplieron los deseos de Pedro Laín Entralgo, quien en los años ochenta soñaba que la formación de los futuros médicos incluyera asignaturas complementarias que proporcionaran conocimientos de disciplinas humanísticas para un mejor ejercicio de la medicina, ya que, según él mismo decía, «el que en serio quiera saber medicina, habrá de saber de humanidades médicas».

Desde hace unas décadas, el joven que entra en Medicina debe tener un curriculum que acredite que es un buen estudiante, pero en modo alguno se valoran otros aspectos que, para una profesión como la de médico, son fundamentales. El criterio cuantitativo debería complementarse con algún tipo de criterio que valorara las cualidades necesarias para desarrollar su profesión, tales como la empatía, elemento indispensable para ser capaz de colocarnos en el lugar de la persona que está sufriendo y poder acompañarla y consolarla (el último recurso que, tal como decía Hipócrates, siempre tiene un buen médico cuando ya nada puede hacer). A todo esto, habría que tener en cuenta el aspecto vocacional, algo que hoy día parece estar pasado de moda y que, sin embargo, es primordial, porque nos orienta de manera intuitiva hacia un camino en el que sabemos que podremos desarrollar nuestras aptitudes y aspiraciones personales, ejerciendo una determinada profesión con entrega y pasión.

Otra cuestión, no menos importante, es que a lo largo de la carrera no hay una formación complementaria orientada a ese aspecto tan particular en el que se desarrolla la profesión, como es el trato con la persona enferma, cómo abordar una situación de incurabilidad en un paciente o cómo acompañarlo en el momento final, circunstancias todas ellas que nos ponen frente a nosotros mismos y a nuestras actitudes para afrontar la incapacidad, la impotencia y el límite último de la muerte.

Recuerdo algo importante que me sucedió en mi primer año como médico. Coincidí con un benedictino de Montserrat interesado en saber cómo afrontaba mi recién estrenada profesión. En un momento dado, me dijo algo que me sorprendió: «Los médicos tenéis una profesión muy hermosa, pero tenéis que estar preparados para enfrentar el fracaso, ya que, en algún momento, los pacientes se mueren. ¿Os preparan para ello?». Evidentemente, no hay una preparación específica para ello; al contrario, subliminalmente se alimenta la prepotencia de poseer la verdad y ser salvadores, lo que lleva a algunos a sentirse como «dioses» que sólo pueden establecer una relación vertical con sus pacientes, y esto ocurre tanto en el ámbito médico como en la sociedad. A todo ello hay que añadir que, en las últimas décadas, el cultivo del humanismo en medicina tampoco pasa por sus mejores momentos, y al final todos estos factores tienen sus consecuencias.

Los pacientes no se quejan de que el médico no sabe (eso nadie lo pone en duda), pero sí de que no los escuchan o de que no los miran durante el tiempo de la consulta, y no digamos la forma en la que algunos profesionales transmiten la información de un diagnóstico grave a una persona que, cuando lo escucha, siente que la tierra se abre bajo sus pies. Las quejas trasuntan una falta de humanidad que reduce la medicina a una técnica de base científica, lo que proporciona una falsa seguridad, porque el ser humano tiene variables que no podemos controlar y, si no las tenemos en cuenta, podemos cometer graves errores por muy correctos que sean los protocolos, ya que éstos, al no tener en cuenta la individualidad, pueden convertirse en un traje de talla única que se aplica a todo tipo de persona. Parece que hoy en día nadie recuerda el famoso aforismo hipocrático: «No hay enfermedades, sino enfermos»; o como decía Marañón, «la misma úlcera de estómago no es lo mismo en un segador que en un profesor de Filosofía».

La medicina, enfocada como un saber técnico, es una visión reductiva del arte de curar, porque el sujeto de nuestro trabajo es la persona, con todo su cortejo de circunstancias internas y externas que no encajan en protocolo alguno.

La herramienta fundamental del médico es él mismo como persona; por supuesto, con todos los conocimientos necesarios para interpretar los síntomas y las pruebas complementarias para hacer un diagnóstico certero e indicar el tratamiento adecuado, pero también para establecer la correcta relación con el enfermo. Tal como expresaba Michael Balint: «El médico es el primero de los medicamentos que él mismo prescribe», y si olvida el efecto terapéutico que como persona tiene sobre le paciente, está despreciando una parte importante de su quehacer.

Cuando la medicina no puede curar y la técnica no puede aportar nada, al médico le queda siempre un último recurso: consolar y acompañar. Bien es verdad que, para poder hacerlo, debe bajar de su pedestal de prepotencia, para dejar a un lado la soberbia y reconocer con humildad que es, simplemente, un ser humano que se coloca al lado de otro que sufre en este momento, porque mañana puede ser él mismo.

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