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A vuelapluma

Alfons Garcia

Hemos enloquecido

Mónica Oltra durante la rueda de prensa tras el pleno del Consell. F. Calabuig

N o descartemos que hayamos enloquecido. De verdad. No es por epatar. Quizá es la ola de calor, pero últimamente hay demasiados momentos en que es difícil entender algo. Suelo rascarme la cabeza en estos casos. Como esperando alguna certeza tras el frotamiento, intentando activar alguna neurona que lo explique todo. Ni por esas. En la última semana hemos visto a un empresario ufano de que le pongan una gran medalla en París con toda una nutrida corte detrás de variado origen para celebrarlo. Hemos visto abogados a los que ya no les gustan las filtraciones y políticos progresistas que censuran a la Fiscalía y reclaman un nuevo orden jurídico-político-periodístico. Posiblemente es necesario para un futuro que merezca el nombre, pero justo ahora y no antes, cuando los problemas caían en otras trincheras. He escuchado a gentes progresistas justificar una invasión por la calidad democrática del territorio invadido. La calidad de la otra, la del agresor, mejor si no se mira. Una dirigente de la izquierda me dice tras la imputación de Mónica Oltra: «A lo mejor luego la absuelven y sale reforzada, todo está basado solo en indicios». ¿Y antes? Es lo de siempre en estos tiempos de carriles únicos: los nuestros y los otros. Los buenos y los malos. Indicios para unos, pruebas de carga para otros. Todo fácil de digerir. Posiblemente Oltra es inocente, lo creo así, pero por coherencia y por respeto a la izquierda, al sistema de Derecho y, sobre todo, a ella misma, debería apartarse una vez que la Fiscalía y un tribunal superior han visto indicios suficientes de que su conselleria pudo obrar incorrecta (e ilegalmente) en un asunto tan delicado como uno de abusos sexuales a una menor bajo la tutela de la Administración y cuando esos hechos los cometió su entonces marido. No es cuestión de pruebas, es cosa de dignidad y, sí, de política. Pero sobre Oltra ya dije bastante. No creo que aporte insistir más. Ya digo, no descartemos haber enloquecido.

La radio habla de porcentajes de pobres, cifras de pequeños seres que no llegan a pagar la factura de la luz. En el semáforo, la mujer que limpia los parabrisas sin que se lo pidas y que normalmente te tensa cuando se acerca, hoy no se mueve. Con el mandil que viste sobre la falda larga y gris se seca su cara morena, vieja y curtida. No existe en las estadísticas. Hay quienes son pero no existen. Como los que Londres expulsa a Ruanda. O los soldados que mueren en la guerra en Ucrania, de uno y otro bando. Frente a esa realidad paralela y oscura, escuece la dinámica de la política en Europa, entre escándalos y la necesidad diaria de ofrecer anuncios de un mundo mejor. Anuncios que lo normal es que no lleguen a materializarse del todo, como el del precio de la luz, porque casi siempre hay actores dispuestos a no perder su posición dominante, que se traduce en beneficios contables. ¿Cuándo el espectáculo empezó a ser más importante que el hacer? O fue siempre así. El éxito del mecanismo radica en nuestra ingente capacidad de olvido.

Yo, ahora que me doctoro en olvidos, intento concentrarme en lo próximo. Por eso empiezo a pensar en la vejez vecina. O no pensar, porque esa es la cuestión de estos tiempos: esconder los malos pensamientos, seguir trotando con las orejeras y procurar olvidar. Si hablo de viejos es porque Jesús Ferrero abrió esa puerta hace unas semanas con un artículo de los de pensar. Pensar en lo que no piensas, que es el futuro que está por venir para los que te rodean y, con un poco más de margen, para ti mismo. Y lo que viene no son estrellas de neón. Sabes que no es dulce ni bonito porque lo conoces. Pasaste meses visitando a diario un geriátrico. Sabes lo que significa: una premuerte. No tiene nada que ver con el trato del personal ni con los medios puestos, ni con que sean públicos o privados. Es el lugar del olvido donde metemos (nos metemos) para no molestar. El lugar al que nunca se mira. Y no es un fin feliz. Lo acabamos de ver con crudeza en la pandemia. Y no es de justicia algo así para nadie y menos para los que hace cuatro días nos salvaron de la peor crisis, abrieron sus casas a nietos e hijos y compartieron pensiones para permitirnos cierta dignidad. No es de justicia para aquellos que aprendieron tan pronto a renunciar para construirnos un ascensor social. El mecanismo es olvidar y dejarse llevar por la arena de los días. Quizá debería centrarme en truculencias, altas políticas, finas denuncias y trapacerías, pero estos días quiero mirar fijo alrededor, seguro de que la pureza no es un concepto abstracto. No sé si esto es normal y no descarto haber enloquecido.

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