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Juan Lagardera

No hagan olas

Juan Lagardera

El trip de las masas

Mis amigos informáticos están preocupados. No solo porque Apple ya no es aquella compañía visionaria de Steven Jobs, sino una maquinaria implacable de programar la obsolescencia de sus artefactos. Tampoco les provoca ansiedad la guerra digital contra el 5G de los chinos de Huawei. Opinan que ni siquiera el Metaverso de Mark Zuckerberg es demasiado peligroso porque lo ven lejano e infantil. Y no se alteran porque aprecian en la Opa de Elon Musk sobre Twitter una simple jugada financiera. Lo que realmente les enferma es, no hay duda, el algoritmo.

¿Y qué es el algoritmo? Pues un invento de la lógica matemática que han adaptado los programadores informáticos, y que no es otra cosa que la secuencia de pasos a seguir para hacer lo que su creador propone. Aplicado a la solución de problemas es evidente que el algoritmo es la panacea, pero también se puede proyectar para conseguir beneficios personales, en especial dinerarios como es fácil imaginar. O para construir opiniones que convengan de un modo u otro.

A este mundo algorítmico llegan tarde los políticos y juristas, aunque es previsible que no se demoren en tratar de poner sentido común al mismo. Tendrá que ser, no obstante, algo más coercitivo y ordenado que la simple llamada de advertencia sobre las famosas cookies que emiten las páginas web. Click, le das a aceptar a las «galletas» de esa web y todo tu historial de internet pasa a ser de dominio del portal que visitas.

En una de las temporadas de la serie Homeland, un grupo ultraderechista norteamericano se dedicaba a la creación de algoritmos que beneficiaban sus posiciones ideológicas y a sembrar el caos entre los bienpensantes. En la vida real, al parecer, los rusos llevan años con tales prácticas. Forma parte de lo que llaman la guerra híbrida y no es descartable que en la crisis de Ucrania hayan tenido relevancia.

Mis amigos van más lejos todavía. Al fin y al cabo, las batallas informáticas se contrarrestan. Lo serio, por peligroso, es el algoritmo que se adapta a los propios gustos del usuario, multiplicando sus convicciones y deseos sobre su misma condición. El algoritmo nada sabe de barreras, de ética, de solidaridad o interés público… el algoritmo busca satisfacer el yo, un ser objetivo que vive en la superficie de la realidad en palabras de Félix de Azúa, y que ni siquiera conoce al ego, la circunstancia interna, lo subjetivo de una personalidad.

Solo un yo errático, exaltado en sus propias opiniones por el algoritmo de la secta QAnon es capaz de disfrazarse con una piel de búfalo y lanzarse a ocupar el Capitolio de Washington, donde hasta la fecha creía la humanidad que residía el más grande principio de libertad e igualdad democrática de Occidente. Así al menos nos lo hacían creer los clásicos liberales de Hollywood, desde Frank Capra a Preston Sturges incluyendo también a John Ford (¡qué gran error de la Cartelera Turia histórica considerarle un reaccionario!).

Fue el propio Ford el que nos advirtió en 1958 (El último hurra, con Spencer Tracy como alcalde de Boston), de las manipulaciones populistas que la televisión estaba empezando a construir sobre la democracia norteamericana. Pero mucho antes, sin la evidencia del medio catódico, fue Ortega y Gasset quien se alarmó ante la rebelión de las masas, el título de un ensayo que el filósofo español empezó a publicar como artículos sueltos en el periódico El Sol entre 1927 y 1929.

Releer ahora La rebelión de las masas, le deja a uno de piedra. Ortega, visionario, no solo rechaza los movimientos políticos revolucionarios, desde la insurgencia bolchevique al putsch del fascismo italiano. Ortega explica la llegada del hombre masa, satisfecho de sus propias opiniones. Lo que describe es un cambio de civilización, por el que todos los individuos pasan de tener creencias, de vivir de experiencias y de las tradiciones, a exaltar sus propias ideas.

Con Ortega ha llegado la radio, la prensa y la fotografía que tan bien describirán pensadores como Walter Benjamin o Georg Simmel. Nos acercamos al mundo distópico de George Orwell en la granja animal, a los tiempos modernos de Chaplin. Pero todavía faltan por prorrumpir el cine sonoro y la televisión. Ortega se queda corto. Hacia finales de los años 60 el sociólogo Guy Debord ya describe la vida social como un espectáculo, y todavía más lejos llegará Jean Baudrillard al afirmar que nuestra realidad es un simulacro que los medios de comunicación se encargan de saturar creando una crisis cultural de incalculables consecuencias.

Ya estamos llegando al presente. El algoritmo multiplica la velocidad a la que el ciudadano (y la ciudadana), que también es consumidor, cliente, creyente y votante, va a recibir todo lo que desea y a pensar todo en lo que cree nada más enchufar su móvil. La gente ya habla sola por las calles, se ausenta con sus auriculares en el metro o el autobús. Las redes sociales liquidan el pensamiento complejo y simplifican los mensajes. Como la información no para, todo el mundo cree saber qué ocurre. Hay una cultura general al alcance de cualquiera. Los políticos se vuelven populistas y apelan a los instintos antes que a la razón. Esta última, tampoco sabemos ya en qué consiste, porque hace tiempo que al perpetuo Kant se le pasó el arroz.

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