Algo personal

Terror en el supermercado

John Travolta, el rey de la pista en 'Fiebre de sábado noche'

John Travolta, el rey de la pista en 'Fiebre de sábado noche'

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Llegó el pangolín y lo puso todo patas arriba. Cambió el calendario. Ahora todo es antes del bicho o después del bicho. Durante la intensidad del bicho sólo había desolación. Un vacío crepuscular. El paisaje que queda después del apocalipsis. Miren el relato de Thomas Bayley Aldrich titulado Sola y su alma: «Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Llaman a la puerta». Una obra maestra del género de terror. Sólo tres líneas. No hacen falta seiscientas páginas para contar una historia. Difícil ser Joyce Carol Oates o Corman McCarty. He citado el relato de Bayley Aldrich porque el tiempo del confinamiento fue un tiempo suspendido en la nada. Las casas clausuradas. El miedo al exterior. La delación. Esa explotación inhumana de los pobres perros para la coartada del paseo nocturno. Los turnos familiares para sacar el máximo partido a esa explotación. El empastre culinario porque cualquiera se erigía en maestro del pan con masa madre o el bizcocho de yogur. Los entierros en una soledad infinita. Si alguien llamaba a la puerta, te cagabas encima. Como seguramente le pasó a la mujer del cuento.

Luego se levantó el encierro y llegaría el esplendor de las mascarillas. Todos japoneses. Las manos eran como las llagas del Cristo sometidas al obsesivo refriegue del gel hidroalcohólico. Pero, sobre todo, el éxito fue para las mascarillas. Algunos hicieron el negocio del siglo chorizando dinero público y trajeron tapabocas que provocaban el despitorre del pangolín. De las restricciones para evitar contagios surgirían los adictos a la negación, y a Miguel Bosé se le puso cara del fantasma de la Ópera. Pero las mascarillas resistieron al negacionismo y el personal cumplió más que menos y con rigor de martirologio lo promovido por el gobierno y los científicos. Eso sí: subida al pedestal del desenfreno, Agustina de Cibeles surgió de entre la bruma pandémica llamando a la rebelión con un quinto de cerveza en una mano y en la otra el cornetín de la legión. ¡Pijerío del mundo unido jamás será vencido!, era su grito de guerra envuelta en la kilométrica bandera de la madrileña Plaza de Colón. Y en eso, las mascarillas desaparecieron del mapa y sólo eran obligadas en farmacias, centros sanitarios y transporte público. Poco a poco lo que llamaban nueva normalidad se iba mostrando como la normalidad de toda la vida. Un ejemplo de los mejores es lo que ha dicho hace poco el jefe de los empresarios valencianos, Vicente Boluda, que no sé si es naviero como Aristóteles Onassis o algo parecido: el Gobierno no debería meterse con los empresarios. ¿De verdad, amigo Vicente, algún gobierno se ha metido alguna vez con los empresarios? En fin, que llego ya a la entrada del supermercado. Y ahí lucir mascarilla es un chollo.

Como ya no la lleva nadie, si vemos a alguien con mascarilla, sea donde sea, es como si tuviera el pangolín. Suelo comprar en las tiendas del pueblo. Pero a veces hay que recurrir a los super. Entras con mascarilla, coges el carro y tienes toda la pista para ti. Como John Travolta en las discotecas de Fiebre del sábado noche. Nadie se te acerca. Si te viene alguien de frente, se desvía para no contagiarse. Estás delante de la pescadería y pasan por detrás a más de un kilómetro de distancia. Vas hacia una estantería y te la dejan libre cuando ven que llevas puesta la mascarilla de los apestados. Y en la cola, no te veas: ahí ya eres el Messi del supermercado. Toda la caja a tu disposición. Las otras cajas saturadas y tú a tus anchas, mirando al tendido, como dicen que hacía el Litri en sus triunfadoras tardes de toros. Sabes que, cuando no los ves, te señalan con el dedo. Hacen corrillos para organizar piquetes frente a la amenaza. Se pasan wasaps con tu cara. En todos los facebook del planeta apareces como el enemigo público número uno. El guardia de seguridad no sabe si sacar la porra por si se contagian los dos: él y la porra. A las puertas del supermercado se recogen firmas para que no se permita la entrada a gente con mascarilla. Esté o no contagiado quien la lleva, la mascarilla se ha convertido en el símbolo más claro del pangolín. ¡Abajo la mascarilla, viva el quinto de cerveza y el cornetín de la legión!, es el eslogan de los firmantes. Alguien propone que se reforme el Código Penal para que pueda condenarse como dios manda la insurrección del tapabocas. Y la propuesta se aprueba en asamblea de clientes por unanimidad. Abrazos y besos para celebrar el triunfo. Hasta las codornices congeladas bailan enloquecidas el baile de los pajaritos. Los sones del acordeón ponen a la fiesta el punto final. Alegría y olé.

A la salida, nadie se da cuenta de que en el punto de recogida de firmas hay un hombre y una mujer que piden unas monedas o algo de comida. Bueno, sí que nos damos cuenta, claro que sí. Pero eso sería otra historia en la que poco o nada tienen que ver las mascarillas. La nueva normalidad, dicen. ¿La nueva qué? Pues eso.

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