Visiones y visitas

Jubilación a los 50

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

Parabienes a mansalva es lo que deben darse los poderes públicos, en Francia y en todo el mundo, porque la ciudadanía sigue la corriente con el tema de la jubilación; porque las protestas, cuando se producen, se limitan al intervalo de la sesentena. Un conflicto mínimo, si bien se mira; un desacuerdo intrascendente, aunque no lo parezca; paz social, a pesar de los altercados. Porque las autoridades abusan, pero el populacho, la plebe, la chusma —que lo es por dejarse apopulachar, aplebeyar y chusmizar, y no por otra cosa— carga con el abuso, acepta el engaño y circunscribe los motivos de su eventual rechazo al terreno de los matices, a la periferia del asunto, a un conformismo en la longevidad, como si jubilándose a los sesenta y dos desapareciese del todo la humillación, la exageración y el atropello de jubilarse a los sesenta y cuatro —ni siquiera contemplaremos los sesenta y siete, porque trabajar obligatoriamente a esa edad entra de lleno en el rango de la salvajada—; como si no fuese un disparate cualquier trabajo forzoso realizado más allá de los cincuenta y cinco —de los cincuenta, incluso, por ser la edad en que las tareas, las órdenes y los horarios empiezan a pasar de molestos a insoportables—. No seáis ingenuos y no deis crédito a nadie que niegue algo tan obvio, porque o miente descaradamente, o no sabe vivir, o es de los pocos —escasísimos— individuos cuyo trabajo coincide con su vocación. En este último caso, y sólo en éste, cabe hacer excepciones; pero en el resto, en los casos de la inmensa mayoría, en los casos de quienes perciben la jornada laboral como una espera, una dilación y un impedimento, en los casos de aquellos cuya vocación y su trabajo no coinciden, ¿cómo no abrir el cepo mientras aún les queda tiempo de calidad? De ahí los parabienes, las albricias, las enhorabuenas y las congratulaciones con que pueden descafilarse la dentadura los Macrones del mundo, porque tienen medio soliviantados a los carrozas pero quietos y dóciles a los cincuentones, a los individuos granados que viven el estupor de su primera debilidad, que notan su incipiente decadencia física y su creciente intransigencia psíquica, que se dan cuenta del anacrónico exceso de las ocho horas —estamos en el siglo XXI, señores— y la significativa mengua de su capacidad para soportar idioteces —un fenómeno de capital importancia, si tenemos en cuenta la inmensa muchedumbre, la cifra desorbitada, la numerosísima cáfila de jefes tontos que holla el planeta—. El tema de la jubilación —el tema de la edad a la que puede iniciar uno la etapa de holganza— no es todavía, en consecuencia, una cuestión alarmante, por mucho que ardan tiendas y contenedores en Francia; es, todo lo más, un volcán dormido, como el de Yellowstone, que alivia la presión a través del géiser sexagenario mientras el magma gordo, la masa incandescente, la bomba de fuego y azufre de los cincuenta va hinchando el terreno y preparando la gran explosión, la erupción incontrolable que será la consciencia y la rebelión del no puedo más, del ya está bien y del se acabó. Si ese momento llega, la ceniza de los cincuentones quemados —la descomunal polvareda burning out— cubrirá la superficie laboral, provocará el invierno productivo y la política tendrá que abordar en serio, por vez primera, el problema del paro juvenil; tendrá que promover el retiro a los cincuenta y tantos y el acceso de las nuevas generaciones. Así neutralizará el verdadero peligro, el gigantesco poder ustorio de las madureces, que se acumula hoy en sus vocaciones arrinconadas y en el hecho de que la jubilación sólo puede ser alegría en edad y coyuntura disfrutables, y no en el aburrimiento del nido vacío, en la impotencia de los achaques y en el crujir de las articulaciones. Antes del pavoroso estallido quizá convenga rentabilizar el suave descontento, el contenido berrinche, la mesurada irritación que muestran hoy los ancianos: darles de nuevo acceso a la distracción del trabajo. Jubilación a los cincuenta y reenganche a los ochenta, cuando vuelven de pronto, con el descanso y el vacío, las ganas de trabajar.