la columna
La conversación infinita
La japonesa Marie Kondo revolucionó a medio mundo con una biblia para ordenar la casa. Es verdad que ella misma se bajó del barco cuando nació su tercer hijo; pero puso en valor el orden frente a la aceleración que nos hace circular como pollos sin cabeza. Pero más allá de alinear los jerséis por colores o tener la cocina impoluta, apliquemos su receta a los grandes problemas de nuestro tiempo: la prisa, el ruido, la ansiedad y la polarización.
Primero fue la revolución digital como paradigma supremo de modernidad. Después una hipercomunicación adictiva. La tercera fase, la ansiedad, estaba servida. Y la guinda ha llegado con la polarización, a menudo a lomos de la mentira, convertida en herramienta básica del debate público. Llegados a este punto, la pregunta parece obligada: ¿existe algún antídoto para semejante carajal? Yo creo que sí, pero es imprescindible ordenar las ideas, hacer un Marie Kondo intelectual. Y para ello propongo un libro: La conversación infinita, un tratado de sabiduría donde aparece todo aquello que nos preocupa.
Se podrá estar más o menos de acuerdo, pero el caudal de reflexiones es abrumador. La política: «Cuando al gobernante le da igual la realidad y solo atiende al instinto de poder, a la soberbia y a los efectos del relato, estamos ante cosas graves» (Gilles Lipovetsky).
La educación: «Estoy asqueado por la educación escolar de hoy, que es una fábrica de incultos y no respeta la memoria» (George Steiner). La tecnología: «Muchos no quieren verlo, pero ya éramos muy malos antes de Internet» (Pierre Lévy).
La libertad: «La censura puede venir de todos lados y eso incluye a la izquierda y a la extrema izquierda» (Pascal Bruckner). La religión: «Es la salsa que baña todo aquello que significa destrucción en el mundo» (Peter Brook). La felicidad: «Hay gente que no va a ser feliz en su vida porque protesta por todo» (Adela Cortina). El Marie Kondo que ha sido capaz de ordenar a casi una treintena de mentes privilegiadas se llama Borja Hermoso, es periodista y tiene toda la razón: las ganas de conversar, de escuchar al otro, no deberían agotarse nunca.
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