Granada, un retrato de familia desavenida

Olga Merino

Olga Merino

Convencidos de que administran la mejor de las ciudades, los políticos populistas de la capital valenciana que mañana celebra su día grande, viven en una burbuja de ensoñaciones. Lo diga el New York Times o el Melbourne Chronicle, Valencia no está entre las urbes mundiales preferidas para vivir. No juega la Champions de las ciudades, ni siquiera en la eufemística categoría que llaman «calidad de vida». Cierto que los valencianos disfrutamos de algunas ventajas. Un clima prodigioso, por ejemplo, con esos cielos azules intensos tan sorollescos y que, en estos atribulados tiempos, se ven amenazados por la recurrencia de las sofocantes olas de calor.

Valencia, también, es una ciudad cómoda, donde no existen largas distancias ni siquiera pedestres. Cuenta con cerca de 9 kilómetros de playas urbanas, un sotobosque mediterráneo impagable en el Saler, o el lago de la Albufera, que ha llegado incólume hasta nosotros gracias a que fue, hasta 1911, territorio propiedad de la monarquía española. Con todo, y a pesar del encanto de la Ciutat Vella (todavía anómalamente en fase de eterna rehabilitación), del aire señorial del Ensanche (cuyos patios de manzana no viven sus mejores momentos) o del divertido ambiente popular (entre solares y derrumbes) de los barrios marítimos… lo mejor de Valencia, no me cabe duda, es el jardín del viejo cauce del río Turia.

Es cierto que está por terminar –y es indigno que no lo esté, más de cuarenta años después de sus primeros planes de regeneración urbana–, pero aún así es tal la potencia de ese pulmón verde que produce un acelerón de endorfinas inmediato, una subida de autoestima ciudadana. Ese carácter de corte radical en el continuo de la ciudad solo es comparable a la sensación que produce, en la misma longitud emocional, el Hyde Park londinense, el Prater de Viena o el Tiergarten de Berlín, y especialmente el Central Park de Nueva York –y ahora su High Line, un antiguo ferrocarril aéreo reconvertido en paseo ajardinado por entre las nubes y los rascacielos.

Los últimos años, en claro contraste, Valencia apenas ha avanzado en el cierre de la ciudad, tras una década en la que se apostó el grueso de las energías y finanzas en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Santiago Calatrava, la costosa postal futurista que compraron varios presidentes de la Generalitat de distintos colores políticos. La gran revolución progresista fue otra, y vino de la mano de un concejal italiano dedicado a la movilidad ciclista, un atinado concepto que en algunos casos ha derivado en un empastre callejero de difícil arreglo como el de la calle Colón. Así que, como casi todas las revoluciones, esta se ha quedado a medio camino y ya veremos en qué acaba.

Más inconsistente aún fue el llamado urbanismo táctico de Sandra Gómez que no ha dejado ningún enclave ni planificación de verdadero valor en la ciudad, y cuyo diseño de nuevas plazas es tan apresurado como insulso. Solo algunas pequeñas intervenciones peatonales en los barrios periféricos han mejorado de verdad la vida cotidiana de los valentinos.

La ciudad, sin embargo, tiene por resolver todavía sus dos grandes operaciones urbanísticas, aquellas que, como última oportunidad, van a decidir si ésta sigue siendo una ciudad fallida, como su actual club de fútbol, o se convierte en un lugar de atractivo futuro, capaz no solo de atraer grandes masas de turistas en cruceros o con destino a «booking apartamentos», sino de captar talento para la industria venidera centrada en la investigación médica, la tecnología aplicada o las industrias logísticas y creativas.

Esos dos nudos gordianos de la ciudad no son otros que, por un lado, el frente marítimo que incluye el puerto comercial, la dársena recreativa y el parque de la desembocadura del río. Y, por otro, la solución ferroviaria que atañe al parque central y al proyecto de nueva estación y de túnel por la ciudad.

El primer tema, el marítimo, acaba de desatar una gran tormenta política a cuenta del posicionamiento de Compromís para paralizar la ampliación norte del puerto solicitando un nuevo dictamen de impacto ambiental. Por contra, este mismo partido a través del exalcalde Joan Ribó reivindica la tuneladora para perforar las Grandes Vías y el Grao. Paradójica esta visión tan ambivalente de la ingeniería.

Digamos que lo peor de la ampliación del puerto ya está hecho y ponerse flamenco y ecologista furibundo a estas alturas no deja de ser un brindis al sol. El problema principal se ha resuelto pues una compañía, la italosuiza MSC, dijo estar dispuesta a correr con los cuantiosos gastos de construcción del muelle y de sus enormes grúas para la estiba. Lo inteligente, llegados a este punto, sería negociar la terminación de esta polémica infraestructura marítima a cambio de un compromiso firme para dar por terminada la expansión del puerto, vetar el disparatado acceso norte, obtener contraprestaciones «verdes» y avanzar hacia un sistema coordinado y complementario de puertos de la Comunitat que abarque desde Castellón a Alicante incluyendo Sagunto, Valencia, Gandía y Denia, cuya interconexión ferroviaria es tan necesaria.

En cambio, la idea de perforar la ciudad con una tuneladora, aduciendo una seguridad imposible en una trama urbana con la capa freática tan cerca de la superficie, aireada por el más hermoso arbolado centenario de la misma y con edificaciones fechadas sobre finales del siglo XIX cuando no se cimentaban estas, me produce escalofríos. Sobre todo, porque me sigue pareciendo una obra innecesaria y lejanísima en el tiempo real. Un buen diseño en trinchera con taludes verdes a través de la Fuente de San Luis y la huerta sería la mejor y más sostenible solución para el ferrocarril rumbo al norte, incluyendo la transformación de la actual estación provisional Joaquín Sorolla (donde pueden aparcar los taxis, por cierto) mediante nuevas tecnologías audiovisuales a lo Times Square.

Sea o no sea así, lo que resulta un bochorno para cualquier valenciano que aspire a dignificar su entorno, y ha motivado que un servidor reflexione en estas líneas sobre Valencia, es el paisaje que se contempla desde el tren una vez el convoy emerge del túnel del Cabanyal hacia el cauce y circunvala por la huerta un tramo al sur de la ciudad. Un paisaje de chabolas, basureros, cementerios de chatarra, aparcamientos tercermundistas, suciedad general y abandono mayúsculo. La puerta de entrada a Valencia desde Europa convertida en un muladar y a ningún gestor del espacio público le da vergüenza.

Ya lo dijo el clásico, el poeta mexicano Francisco de Icaza: «Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada, / como la pena de ser / ciego en Granada». Una ciudad acogedora y fotogénica, una magnífica puesta en escena para la cumbre de líderes de la Unión Europea, uno de esos encuentros con proyección internacional donde Pedro Sánchez se mueve como pez en el agua. El cónclave ha salido a pedir de boca. O casi. Como sucede en las reuniones con la parentela, los comensales miran a cámara con una sonrisa ‘profidén’ entre los labios, pero la procesión va por dentro: el asunto de la inmigración ha empañado el retrato de familia.

Giorgia Meloni, la primera ministra de Italia, el país europeo, junto con Grecia, más afectado por la llegada masiva de inmigrantes, la gestión de su asilo, los naufragios y la espantosa cadena de muertes, impuso la cuestión en la agenda. Pero la presión de Polonia y Hungría, ambas muy tensionadas por la acogida de refugiados de la guerra en Ucrania, dinamitó el comunicado final de los Veintisiete, ventando cualquier mención al respecto. Si ahora se suda tinta para acordar una postura común, no quiero ni imaginar qué ocurrirá cuando la UE se amplíe a 32 con Ucrania y los Balcanes.

El miércoles, los socios comunitarios lograron desbloquear el Pacto de Migración y Asilo, que llevaba años de retraso por la pugna entre Alemania e Italia —Meloni tiene entre ceja y ceja a las onegés, por el efecto llamada que a su parecer ejercen—. A trancas y barrancas, pues, el acuerdo se rubricó con una serie de medidas que, si bien implican un endurecimiento, saben a poco en Varsovia y Budapest. No quieren ni oír hablar de repartos, de la obligación de absorber refugiados para ayudar a los países que se encuentran en la primera línea de desembarco ni del pago de una multa, en compensación, de 22.000 euros por cada persona rechazada.

El primer ministro húngaro, el ultranacionalista Viktor Orbán, ha equiparado el pacto migratorio con el estupro: «Si te violan, en términos legales, y te obligan a aceptar algo que no quieres, ¿cómo puede haber un acuerdo?».

Mira por dónde, el expresidente extremeño Juan Carlos Rodríguez Ibarra empleó la misma palabra para referirse a la supuesta amnistía, equiparándola con la violación de 40 millones de españoles. Ambos podrían haberse ahorrado tan horripilante símil.Un mundo complejo genera problemas enrevesados.

Ninguna solución es sencilla pero, en el caso de España, resulta agotador que la ballena Moby Dick —o sea, el ‘procés’ y sus coletazos— engulla el debate en medio de tan mayúsculos desafíos globales: la inmigración, el cambio climático, la inteligencia artificial. La isla del Hierro está desbordada y sin recursos por la llegada de cayucos, y nadie dice ni mu.