El pan

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Todas las madrugadas lo mismo. Apenas un hilo de luz que se colaba desde el comedor en la habitación. Una casa grande como un castillo que daba a dos calles. Empezaba en el carrer Major de Llíria y, a través de un corralón que daba miedo por las noches, se abría a otra calle más arriba cuyo nombre no recuerdo. Todas las madrugadas, lo mismo. La llamada de mi padre. Era la hora. La amasadora ya estaba en marcha.

Lo que teníamos en la cara no eran los ojos de dos críos de diez u once años, sino cuatro legañas que desaparecían al primer restriegue de unos dedos helados de frío cuando era invierno. Mi hermano se quedaba sentado en la cama, como un sonámbulo, y contaba los botones de la camisa como si estuviera contando perlas halladas en los camarotes del Titanic. El obrador era también muy grande. Varios tableros. La amasadora. Las pesas y una balanza con sus dos platos de metal amarillo. El horno moruno. La leña ardiendo sobre el lecho de piedra refractaria. Y empezaba la faena.

Cuando el tiempo tenía otra cadencia en los hornos

Cuando el tiempo tenía otra cadencia en los hornos / Levante-EMV

La radio. Lo recuerdo bien. Radio Zaragoza. Creo que era la única emisora que se escuchaba con claridad. A nosotros nos daba igual. Andábamos medio dormidos todo el tiempo. En los ratos de descanso Claudio se metía a dormir entre los sacos de harina y yo -ya lo he contado otras veces- leía los tebeos de Bengala y Mendoza Colt. Poco a poco fuimos creciendo y leíamos la revista de cine Fotogramas, que tantos años después aún seguimos leyendo. Teníamos un pequeño magnetofón donde grabábamos de la radio a Los Sírex y The Animals, sobre todo La casa del Sol Naciente, seguramente la canción que más me gusta desde que la escuché por primera vez en 1964, cuando se hizo famosa en todo el mundo.

Las noches en que se iba la luz -cosa que sucedía con mucha frecuencia- eran terribles. Teníamos que amasar a mano y en los nudillos de los dedos se abrían heridas por el efecto de la sal y de la levadura. Pero a mí me chiflaba el oficio. Siempre quise ser hornero. Estudié a regañadientes Magisterio. Por libre. Sin ir a la Universidad. Sólo el último curso de carrera, cuando cerró la Academia Almi y tuvimos que acabarlo en València. Yo apenas podía ir a clase porque las noches en el horno eran obligatorias. Siempre pensé que cuando acabara los estudios me dedicaría sólo al horno. Era el trato que había hecho con mis padres. Cuando nos fuimos a Vilamarxant, el pueblo cercano, seguimos de horneros. Así hasta que casi tuve treinta años. Era lo que siempre quise ser. Y ahora, sin embargo, me dedico a escribir novelas y columnas como esta todos los domingos. La vida.

Artilugios de un antiguo horno

Artilugios de un antiguo horno / Levante-EMV

El pan era un alimento de primera necesidad. Había poco más para comer. Eran otros tiempos. “Años del hambre han sido para el pobre sus años. / Sumaban para el otro su cantidad los panes”, escribió Miguel Hernández en su poema El hambre. No hacíamos dulces. Ni virguerías saladas. Nada de nada. Sólo pan. No había tiempo para más. Porque, digan lo que digan, el pan de verdad es tiempo. Sólo tiempo. No admite prisas. Por eso ahora el pan es pan de maquinaria sofisticada que alivia plazos para la espera. El tiempo en los hornos ya no existe. Lo que existe son las prisas, la velocidad de vértigo, la necesidad de que los escaparates estén llenos no sólo de pan sino de muchas otras cosas. Lo entiendo. Claro que lo entiendo. Los tiempos son otros y muy diferentes a los de entonces.

Ahora se fabrica pan en todas partes. Hay pan en los supermercados. En las gasolineras. Y muchos hornos tienen que cerrar porque los pueblos se quedan vacíos o porque la gente joven no se ve levantándose todas las madrugadas para poner la amasadora en marcha y porque Los Sírex y La casa del Sol Naciente, seguramente con razón desde sus nuevos gustos culturales, les importan un pito. Cuando leo que un horno cierra es como si de un tiempo importante de mi vida sólo quedaran las cenizas.

En València baja la persiana el histórico Horno de San Nicolás. En Gátova, un pequeño pueblo del Camp de Túria, pasó eso hace poco y se me cayó encima una tristeza tan grande como el horno que teníamos en Llíria cuando yo era un crío y se parecía a un castillo. Pero la tristeza ha durado poco. Muy poco. A una llamada del Ayuntamiento, una pareja ha reabierto el horno de toda la vida y el vecindario podrá reunirse allí para comprar el pan, los dulces, lo que sea, mientras habla de la vida o de lo que más o menos se parezca a la vida.

Y para terminar: cuando pasas delante de un horno auténtico, te detienes como si una llamada incógnita reclamara tu atención. Es el olor inconfundiblemente mágico del pan lo que te llama. Y es como si el tiempo aquel de las perlas del Titanic en la camisa de mi hermano, las canciones de mi adolescencia y los tebeos de Mendoza Colt y de Bengala regresaran tantas vidas después a la que ahora vivo. El pan. El tiempo. El olor del pan y el tiempo juntos. Aquellas madrugadas…

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