Ágora

Dos días históricos

José Luis Villacañas

José Luis Villacañas

Hemos aprendido más sobre España estos dos días que en años de estudio. Esa capacidad de revelar la realidad ante los ojos de todos, constituye la grandeza de la democracia. Esa ha sido la grandeza del Parlamento. Frente a ella, las diez noches en los alrededores de Ferraz son el testimonio voluntarista, grotesco y desfigurado de la realidad de Madrid, por mucho que periodistas radicales de la Alt Right norteamericana le sirvan de altavoz. La voluntad de hacerse visible de estas minorías fanáticas contrasta con la natural visibilidad de la política reflejada en el Parlamento.

Hemos aprendido cuáles son los problemas de Galicia, de Canarias, de Cataluña, del País Vasco y, desde luego, los problemas generales de España. Nos lo han explicado líderes con un deseo común: que sus tierras sean reconocidas en su especificidad. Todos ellos, incluida la portavoz de Coalición Canaria, representan aspiraciones de reconocimiento de su nacionalidad. Todos han hablado de que sería un gran paso que el Estado reconociera su estructura plurinacional. Su primera y fundamental aspiración es que se llegara a ese reconocimiento con naturalidad.

Todos ellos, y Aizpurua con insistencia, hablaron de estar dispuestos a desplegar un sentido de solidaridad, si no de fraternidad, entre los pueblos de España. La representante de Coalición Canaria citó a la reina Isabel la Católica como aval de su propia especificidad. Debemos recordar que por aquel tiempo se hablaba de las Españas, en plural, y no de ese singular colectivo de España, invención de un débil liberalismo sin raíces ni grandeza que, tras las desamortizaciones y privatizaciones, se quedó sin programa. Esas Españas se dibujan en el escudo que, gentes entregadas a la barbarie de la ignorancia, arrancan de la bandera constitucional.

La mayoría parlamentaria nos explicó los problemas de nuestra realidad. ¿Pero qué nos explicó Feijóo? Su propia desolación. Todo su comportamiento fue una exposición sintomática de desesperación. Feijóo está en un callejón sin salida porque sólo ve como solución que el pasado sea diferente. No hay nada más desesperante que esto, pues ya discutían los sabios teólogos medievales que ni la omnipotencia de Dios podía alterar el pasado. Toda la conducta de Feijóo aspira a que la investidura de Sánchez no se haya producido. Su decisión es operar como si no hubiera tenido lugar, como si fuera ilegítimo que se hubiera realizado, como si todos sus votantes también asumieran que no ha existido.

Feijóo quiere inducir al país a una batalla semejante a la que Trump decretó el día que perdió la elecciones contra Biden. Y cree, desconociendo la vértebra moral de nuestro pueblo, que va a embarcar a muchos en ese barco. Y con Abascal cree que, movilizando a unos centenares de hooligans cada noche, van a hacernos creer que este país está atravesado por las fallas existenciales y morales que atraviesan de una parte a otra los Estados Unidos. Eso es desconocer a su propio electorado, que muy pronto mirará a Feijóo como a un autómata que se agitara a destiempo, sin nada sustancial que llevarse a los labios.

En todo caso, Feijóo debe saber que, si no se distancia y condena las manifestaciones de Argüelles, entrará en una senda irreversible que lo inhabilitará para la política parlamentaria en los próximos cuatro años. En esa senda no hará sino intensificar el conocimiento que ha revelado estos dos días el Parlamento: que hay una España cegada por la ideología y una España que ve los problemas y pone en marcha las instituciones para resolverlos. Porque puede que en el Parlamento aparezcan las naciones de las Españas, pero no hay duda de que todas van a hacer Estado. Ese es el punto en común. Y nadie que pueda hacer Estado, deja de hacerlo.

De un modo torpe, el PP se ha situado en los extrarradios de ese Estado. Pero Pi i Margall ya sabía que las naciones plurales, cuando se ponen de acuerdo en configurar un Estado, solo tienen un medio de lograrlo. Si la ciudad es asunto de la naturaleza, si la nación es asunto de la historia, el Estado -decía el sabio catalán- es asunto de la razón. De la razón no solo teórica, capaz de afrontar científica y técnicamente los problemas civilizatorios, sino moral, capaz de operar con criterios de justicia protegiendo la libertad y la paz; y también estética, pues se inspira en sentimientos de solidaridad y fraternidad. Estos dos días de Parlamento han revelado que hay unas naciones dispuestas a usar la razón en todas sus dimensiones. Enfrente, sólo vemos labios que se ensucian con insultos e inteligencias que se enredan en callejones sin salida.

En el tiempo en que, desde lejanos países, se ha decretado el regreso a la barbarie, pisoteando las palabras que han orientado a la humanidad en su camino a través del bosque tenebroso de la historia, la débil llama de la razón no puede abdicar. Sin ella, las instituciones se entregarán a la arbitrariedad y la prepotencia. Es la hora de que esta mayoría parlamentaria trabaje con la prudencia y la firmeza suficientes para forjar entre la ciudadanía la convicción de que este país no caerá en manos de la internacional trumpista. Es la hora de forjar una mayoría política sólida, holgada, que más allá de frentismos, ofrezca las bases para regenerar un clima de estabilidad y de progreso en un Estado español plenamente europeo. Millones de votantes del PP también lo esperan.