Entre los 90 de Curro y los 25 de Urdiales

Al Faraón de Camas y al torero de La Rioja les queda mal transmitir su esencia con palabras. Su silencio proyecta sus almas, abiertas en canal por sus conceptos del toreo

Diego Urdiales junto a Curro Romero el pasado domingo en la celebración de su cumpleaños en Sevilla.

Diego Urdiales junto a Curro Romero el pasado domingo en la celebración de su cumpleaños en Sevilla. / J.R.

Jaime Roch

Jaime Roch

¿Qué hay entre los 90 años de edad de Curro Romero y los 25 años de alternativa que Diego Urdiales cumple en 2024? Un abismo. Un silencio. Una catarata de emociones y sentimientos. Pero, sobre todo, un abismo.

Ese abismo que es como aquel viento que traía los olés de la Maestranza de Sevilla a la finca de Queipo de Llano, donde Curro trabajaba de niño en el cuidado de cerdos y ovejas. Un abismo como aquel que sintió Diego Urdiales tras quedarse fuera de San Isidro en 2018 y torear aquel sexto toro en Alfaro (La Rioja) tan maravillosamente bien que le dio la fuerza interior necesaria para, semanas más tarde, triunfar en Bilbao y Madrid. Es también el mismo abismo que sintió el torero de Arnedo cuando trabajaba de pintor de brocha gorda mientras maceraba su concepto (que ahí permanecía dormido y silencioso) al lado de un torero tan espcial y tan puro como Luis Miguel Villalpando, tan influenciado por el legendario Andrés Vázquez.

Ese abismo también es la conexión con la película de Currito de la Cruz, con Pepín Martín Vázquez como protagonista, con la que Curro comprendió el significado de ser torero. Igual que cuando con aquella réplica de muleta que compartía con Marqueño, el Faraón de Camas aprendió a torear en silencio mientras trabaja en una farmacia, época en la que también iba a los tentaderos con una bicicleta.

Rafael Guerrero, el primer maestro

Ese abismo es lo que sintió Diego Urdiales cuando Rafael Guerrero, su primer maestro, le entregó un capotillo sin apenas saber torear y le dijo: "Quédate", después de ver las facultades tan especiales que atesoraba aquel niño que venía de jugar al fútbol y que se aficionó a los toros gracias a su abuelo. Y es que Rafael Guerrero fue el primero que le habló de ese concepto, de esa forma de andar, vivir y torear del maestro Curro.

Rafael Guerrero junto a Diego Urdiales, un niño entonces.

Rafael Guerrero junto a Diego Urdiales, un niño entonces. / Levante-EMV

Pero tanto al toreo de Curro como al de Diego, les queda mal transmitir su esencia con palabras. Sus conceptos tienen alma, ese mimbre que transforma la interior llama viva de lo humano. Ese más allá. Ese secreto vivo, recóndito; un signo callado que pugna desde un deseo íntimo para emerger hacia lo eterno. Aquella luz aniquiladora que dentro de ellos ya dolía tan solo con su nombre: la belleza. La armonía furtiva del azar: la imperfección.

Porque Diego Urdiales rescata la inspiración currista más pura, esa que se para delante del reloj que marca el tiempo, esa que crece en la memoria por ser precisamente intemporal, sencilla, auténtica. Esa que conserva el abismo del que está enamorado de verdad y que, como ocurre con las almas más libres y salvajes, late en el espíritu, en el pensamiento. En el misterio, en definitiva. Caminos que se escapan cuando intentamos encerrarlos en los moldes de una definición.

Diego, al igual que Curro, es un caballero por sentimiento y pensamiento, por condición y vocación. Durante la duermevela, ese interregno del abismo fluye entre dos hendiduras de la realidad. Pero, entre Romero y Urdiales no caben sueños indistintos, sino representaciones secretas de la vida que van más allá de su propia limitación y que conectan con su esencia: el toreo.