Visiones y visitas

Edadismo

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

Igual que a los pipiolos malcriados, caprichosos y blandengues les ha dado por exigir hasta lo intolerable y están llegando a conseguirlo, a esta sociedad ignorante y grosera del siglo xxi le ha dado por adjudicar nombres a todo y está logrando algún acierto. Es el caso del edadismo, un -ismo más entre tantos, y quizá el más apropiado, elocuente y lleno de contenido. No hay nada como hablar de lo que se sabe para lograr la propiedad y la exactitud; y así como las nuevas generaciones, expertas en el dolce far niente del tardeo y el pirujeo, están haciendo una revolución laboral sin derramamiento de sangre a base de imponer, con insolencia mayúscula, con avilantez inaudita, sus condiciones al empresariado, la masa rebelada está renovando el idioma con términos tan jugosos, tan rebosantes de sentido como «edadismo», que designa el descarte de ciertas personas, para ciertos cometidos, a partir de cierta edad, sin tener en cuenta si son capaces de realizarlos o no. Un descarte por el descarte, por puro prejuicio, porque sí. Un descarte arbitrario, veleidoso, inconsistente y absurdo. Un descarte por definición y, por tanto, sin reflexión, por la típica osadía de la ignorancia, justo la especialidad con que suele cubrirse de gloria el hombre-masa, el zafio rebelado que acierta esta vez porque conoce muy bien el fenómeno al que aplica el término.

El edadismo es un triunfo de la vulgaridad; un fleco, entre los muchos que hay, de la orteguiana rebelión. El edadismo es la tontería de anteponer el aturdimiento de la juventud a la experiencia de la madurez; la insolvencia y la flojera de los pocos años a la resolución, la resolutividad y la resiliencia de los bastantes. El edadismo es la exageración de tratar como carcamales a individuos de mediana edad; y si es cierto que la mediana edad abarca hoy en la consideración popular una etapa excesivamente amplia de la vida, también lo es y lo va siendo cada vez más que superar los cuarenta no equivale a ser un vejestorio, un carroza o una maldita momia. El edadismo es un fenómeno emergente que no se ha desarrollado por completo pero lo hará, y adelantará la invisibilidad laboral a los cincuenta. Poco importarán los argumentos.

La masa no escucha: la masa impone; y si decide que la estupidez del culto ciego a la juventud llegue a otros ámbitos en los que todavía es más estupidez, llegará y punto en boca la razón, el criterio y el sentido común. El edadismo es un instinto pueril, y por eso es perfecto para la rebelión de los necios. Representa su más reciente atrevimiento, su andanada última en el terreno sociolaboral. El cuarentón es un cotorrón; el cincuentón un carraco. Sólo el eterno adolescente, que de acuerdo con esta escala va de los quince a los treinta y nueve, tiene algo que decir en esta feria de las vanidades; y el que pase de ahí es carne de oprobio, arrinconamiento y eutanasia. Un verdadero drama, como todo lo que segrega la muchedumbre colérica.

Uno ha logrado evitar, por ahora, los zarpazos del edadismo, pero barrunta que no tardará en sentirlos. Maravilloso, si el retiro que sentencia el tribunal popular estuviese remunerado. Pero no lo está, sino que viene con travesía del desierto incluida; y encima no rige lo mismo para todos, porque no somos todos iguales ante la ley edadista. La masa rebelada, legislador antojadizo, administra el edadismo según quién y para qué; y hay edadismo para el adversario político, para el agente comercial y para el profesor, pero no para el farandulero afín.

Es el último giro, la última cabriola de la ordinariez tonante, la grosería rampante y la incultura empoderada; el triunfo ilusorio de la nada y el desastroso motín de las cabezas huecas. El edadismo —¿hace falta decirlo?— no es un concepto apodíctico, ni un rígido prejuicio, ni una simple humorada: es un criterio de selección; un esbirro normativo al servicio de otro -ismo, el relativismo, que lleva lustros demoliendo al ser humano.