El éxito

Javier Arias Artacho

Javier Arias Artacho

La envidia es un defecto irresistible que llevamos clavado en el corazón. Ya en las primeras obras literarias de la humanidad encontramos a un Caín matando a su hermano Abel por celos en el libro del Génesis, a un Prometeo encadenado a una montaña por la envidia de los dioses, a una zorra en las fábulas de Esopo despreciando las uvas por parecerle inalcanzables y podemos acudir a Ovidio, donde a través de varias historias en Las metamorfosis explora esta desgraciada manía del ser humano. Y menciono estos textos solo por citar algunos, desde luego, porque podríamos decir que la envidia es más vieja que Matusalén, y nos quedaríamos cortos.

La envidia y el éxito es un tándem inevitable. Declaraba el exitoso presentador Pablo Motos en una reciente entrevista que, en cuanto aumenta el logro, mayor es el arrebato que se genera alrededor. La envidia puede llevar desde el desprecio al éxito ajeno y la minimización de sus triunfos, hasta los chismes malintencionados o la difamación, ese deporte ya tan habitual en las redes sociales. Cuanto más alta es la cima, más vértigo y habladurías, y así, un personaje como Amancio Ortega sufrió el escarnio al ser criticado por donar millones de euros para el tratamiento contra el cáncer y el empresario Juan Roig, modelo de cordura, prudencia y buen empleador, fue etiquetado como “capitalista despiadado” sin más razón que la pataleta de unos reaccionarios que suelen hacer mucho ruido porque envidian a aquellos que ganan dinero. Ni siquiera nuestro Rafael Nadal, el mejor deportista español con diferencia, pudo esquivar las recientes críticas de los gurús de la verdad y fue crucificado por su controvertido contrato como embajador de tenis de Arabia Saudí.

Quizás sea por ese irrefrenable defecto de no alegrarnos por los bienes ajenos que la tradición escolástica le otorgó el título de pecado capital. Del mismo modo que un virus no entiende de fronteras, tampoco la envidia tiene límites y la descubrimos en nuestra cotidianeidad, cuando tus semejantes consideran que algún logro les hace sombra, los intimida o los cuestiona. Y no me refiero a los éxitos fruto del abuso o por haberse conseguido pasando por encima de los demás. Hablo de los lícitos, de los honestos, de los que se obtienen por méritos propios. Sin embargo, a veces no importa que sea así o no: la realidad es como nosotros percibimos las cosas y en ocasiones convertimos los molinos de viento en estúpidas amenazas personales. Vivimos en una sociedad de islas, de egos, de superficialidad, y la envidia se manifiesta en zancadillas camufladas, críticas y menosprecios y, por sobre todas las cosas, en esos ridículos silencios cuando se suma algún logro, cuando se cumple un objetivo o se obtiene algún premio. Silencios que sonrojan, que chirrían tanto que, del mismo modo que la policía científica descubre huellas imperceptibles con su luz fluorescente, cualquiera de nosotros podemos detectar el veneno de los celos ante una inesperada sordina. Desde mi punto de vista, no ayuda la falta de agradecimiento que se está instalando en nuestra sociedad, esa costumbre de no salir de nosotros mismos y que nos impide valorar a nuestros semejantes con una mirada sana y generosa.

Tal como refiere el evangelista Mateo en la parábola de los talentos, la vida solo acaba teniendo sentido si sacamos lo mejor de nosotros mismos. No se trata de ser los primeros, sino de superarnos y luchar por mejorar. Ese es el verdadero éxito, gran parte del sentido de la vida que nos empuja hacia adelante. Nunca caminamos solos y son muchos los que saben valorar nuestros frutos. Eso tampoco debemos olvidarlo. Al fin y al cabo, poco debe importarnos el silencio de los necios, sino el saber que invertimos nuestra existencia en lo que creemos y queremos, aquello que suelen llamar el buen camino.