Crónicas de la incultura

Vulnerabilidad

Ángel López García-Molins

Ángel López García-Molins

Hace más de una semana del pavoroso incendio de las torres de Campanar en Valencia y la gente todavía no se ha recuperado. Todo lo que había que decir se ha dicho, el asunto se ha examinado por el derecho y por el revés, pero aun así. Desde luego ha sido una gran tragedia, pero en nuestro siglo se han registrado tragedias mayores y con muchas más víctimas.

Según la compañía de seguros Münchener Rück, las más importantes fueron: el terremoto de Gujarat (2001, 20.000 muertos); el tsunami de Indonesia (2004, 160.000 muertos); los terremotos de Cachemira (2005) y de Sichuán (2008) con pérdidas humanas similares, unas 85.000; el terremoto de Haití (2010), que se llevó 225.000 vidas; la sequía de Somalia (2022), con 43.000 muertos etc. Es notable que estas catástrofes se hayan concentrado en Asia, África y el Caribe, donde el nivel de vida es inferior al de Occidente.

Otro apartado de sucesos catastróficos lo constituyen los desastres artificiales provocados por la mano del hombre, los cuales, curiosamente, parecen más bien propios de nuestro mundo occidental. Por ejemplo, el 11 de septiembre de 2001 un atentado terrorista provoca el hundimiento de las Twin Towers en Nueva York y la muerte de 3.000 personas; el 23 de octubre de 2002 unos 170 rehenes son asesinados en el teatro Dubrovka de Moscú; el 11 de septiembre de 2004 otro ataque terrorista a trenes que se dirigían a Madrid-Atocha acaba con la vida de 193 personas. En todos estos casos la naturaleza no tiene nada que ver, a no ser que consideremos que la culpa recae en la naturaleza humana, lo que no parece una insensatez. Es evidente que hay culpables con nombres y apellidos.

Por eso en el mundo occidental hasta las catástrofes naturales se analizan de otra manera, pues suelen asociarse a descuidos o negligencias humanas. Así, el terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755 provocó entre 60.000 y 100.000 víctimas, pero su gran mortalidad fue achacada a la deficiente construcción de las viviendas y suscitó numerosos análisis de las verdaderas causas entre los ilustrados: Rousseau escribe en una carta a Voltaire que los responsables de que se hundieran tantas viviendas no fueron ni Dios ni la naturaleza, sino los habitantes de la capital portuguesa.

Siglo y medio más tarde, en 1985, un terremoto sacude Ciudad de México con un balance de 20.000 muertos. También aquí se señaló la falta de una cultura de protección civil y la negligencia del gobierno. Todas estas catástrofes, las del primero y las del tercer mundo, tienen algo en común: los afectados son en mucha mayor medida las clases económicamente desfavorecidas que las bienestantes. Se ahogan, se queman, reciben tiros y metralla, se quedan enterradas … personas de toda laya y condición, pero mucho más los pobres que los ricos.

El incendio de Valencia es de otro tipo. Resulta que las dos fincas afectadas formaban un «complejo residencial de alto standing», según la prensa. No tengo razones para dudarlo: hace unos años se planteó la necesidad de reforzar la fachada de mi finca y nos presentaron a la comunidad de vecinos varios presupuestos: el más caro, que afortunadamente rechazamos, era el del dichoso polietileno, la bomba incendiaria que explotó el otro día. Parece que hemos entrado en una nueva (y perversa) dimensión: la sociedad del riesgo. El efecto psicológico ha sido inmediato.

Resulta que gozar de una buena situación económica ya no es suficiente: todo ese cuento de la tecnología punta, de la inteligencia artificial y de la sostenibilidad puede ser contraproducente. Nos sentimos vulnerables, muy vulnerables. Antaño, cuando las cosas pintaban mal, los ricos se largaban con la música a otra parte. Por ejemplo, los cuentos del Decamerón se narran en una finca donde algunos burgueses se habían retirado huyendo de la peste de Florencia.

¿Y nosotros qué hacemos? ¿No será que lo que se impone es refugiarnos en nosotros mismos en vez de aislarnos en una torre de marfil recubierta de polietileno?