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Esposadas al bótox

Julia Ruiz

Julia Ruiz

La ciencia médica lleva tiempo debatiendo sobre las causas por las que el bótox que se inyectan en el rostro miles de mujeres ( y algunos hombres) cada vez dura menos. Los efectos, que en teoría deberían prolongarse unos seis meses, desaparecen en menos tiempo, de tal manera que la única solución para seguir aparentando lo que ya no se es, es aumentar la frecuencia de la dosis en una espiral sin fin. En suma, un drama para aquellas mujeres enganchadas al botox y una auténtica panacea para la industria de la cosmética femenina que encuentra en la cultura patriarcal su mejor aliado para seguir haciendo caja a costa de la frustración de miles de mujeres a la hora de afrontar el proceso natural del envejecimiento.

La toxina botulínica (nombre científico del bótox) es, según los datos que se manejan, el tratamiento de medicina estética más utilizado en España. No en vano, el año pasado se vendieron más de 332 millones de viales de este medicamento con fines estéticos, con un importe de cerca de 80 millones de euros.

Pero, seamos claras, la necesidad de parecer más joven, de borrar las arrugas, ni está programado en el ADN ni es una aptitud inclusiva necesaria para perpetuar la especie. La explicación corre pareja a la historia de las mujeres que, siempre, de una manera y otra, se encuentran atrapadas por una cultura machista que directa o indirectamente les marca el paso. Antaño ( y no tan antaño) estaban atadas al hogar, al marido, a sus criaturas, a sus mayores, a los cuidados; condicionadas por el escrutinio público, al sentimiento de culpa, el famoso reloj biológico... y así, a un sin fin de eslabones de una cadena de las que es difícil soltarse. Con los avances en medicina estética, toca en suerte esposarse al Botox. Una nueva cadena que, en realidad, es viejuna: parecer, más que ser; ser objeto, más que sujeto. Estar guapas, delgadas y, por supuesto, jóvenes.

Del bótox, nadie escapa: mujeres de izquierdas, de derechas, de centro, maduras, pero también jóvenes, de hecho, cada vez más preocupantemente jóvenes. Ahora que está de moda las distopías en el cine, lo del bótox da para una película taquillera. Miles de mujeres enganchadas a la droga de la eterna juventud, con la que escapar de una vejez que llega  inexorable, mientras que en esa búsqueda todas acaban convirtiéndose en copias: mismos pómulos, mismos ojos hundidos, mismos mentones. Algo así como El mundo feliz de Aldous Huxley pero, en lugar de bebés en serie abocados supuestamente a la felicidad, mujeres en serie. En lugar de una humanidad ordenada, uniforme; una legión de mujeres que nunca se hacen mayores, aunque el pago sea alto y no sólo en términos monetarios.

Es evidente que no es fácil escapar a la tiranía de los cánones de la belleza, de los del cuerpo perfecto, máxime en una cultura como la nuestra en la que cumplir años penaliza a las mujeres, pero está claro que algo está pasando cuando él cuerpo (o mejor dicho el cerebro) reacciona de esta manera ante una sustancia exógena. Se han dado varias explicaciones, como una incorrecta administración de la sustancia o incluso un abuso de lo mismo, pero también de la posible generación de anticuerpos.

En todo caso, todo apunta a que en ese complejo mundo que conforman las redes neuronales, sus neurotransmisores, sus enzimas, sus receptores y sus cientos de miles de conexiones sinápticas, el bótox no es bienvenido. Con el 8M a la vuelta de la esquina, no estaría de más una reflexión sobre hasta dónde puede llevarnos los avances estéticos, sobre cómo estar atentas a las trampas que nos pone una sociedad que en esencia sigue siendo profundamente machista. Respecto del bótox, quizás un divorcio a tiempo ahorre muchos años de esclavitud.