Opinión | Visiones y visitas

Camareros

No hay camareros; o hay tantos como siempre pero no bastan a cubrir la fiebre, la vorágine, la locura, el delirio disfrutador que domina las muchedumbres. Dicho está que la carpanta espiritual del hombre no la sacia la golosina sensorial; pero somos contumaces, muy reacios al cambio y más aún al sacrificio, y no acertamos a combatir la decepción y el vacío que nos dejan los viajes, las comilonas y los demás disparates de nuestro hedonismo sino reiterándolos con empeño redoblado. No hay camareros para tanto desnivelamiento. No hay personal para dar servicio a tanta gente ociosa. Y el gobierno asiste atónito, incrédulo, sonriente, casi eufórico a nuestro disloque, a nuestro histerismo, a nuestro mal del ímpetu, al enajenamiento itinerario que nos impide ver su mala gestión y nos hace salir y viajar cueste lo que cueste. Somos la prueba fehaciente de que hay margen, y mucho, para subir los impuestos; porque no paramos de rodar, porque no reparamos en gastos y porque no hay bastantes camareros; no los hay porque nadie quiere, un sábado, un viernes, un martes por la tarde, ser el que sirve.

La desnutrición del alma y la embriaguez hedonista nos llevan al tardeo, al pirujeo, al recreo, a la terraza. Nos llevan a todos y no queda ninguno para traer las copas, los cacahuetes y los refrigerios; para soportar un viernes, a las once de la noche, las impertinencias del mequetrefe —o un sábado, en el chiringuito, la ordinariez del sobaco peludo y respondón que no siente respeto por sí mismo ni por los demás—. Es la paradoja del bienestar, uno de los males del siglo xxi, este siglo echado a los demonios que vamos rompiendo sin pausa ni reflexión: que ocupamos más veladores que nunca pero no queremos atenderlos. Es como la España vaciada, cuya repoblación predicamos a los demás, y de cuyas necesidades queremos que se conciencien otros, alguien, quien sea, mientras nos lanzamos al ambientillo, al ambientazo, al erotismo y al frenesí de la gran ciudad. Nadie quiere vivir en un pueblo de calles desiertas, puertas cerradas, luz mortecina y silencio absoluto donde anochece prontísimo. Como nadie quiere acarrear platos, vasos y cubiertos, abrir botellas, contorsionar sonrisas y despearse al servicio de los vividores donde jamás oscurece. No es cuestión de sueldo ni de horario, sino de mentalidad. Vete tú a Villacascajo de la Morera. Lleva tú el bandejote. No hay camareros como no hay ruralitas como no hay quien recoja la fresa. Dobla tú la espalda, que yo me voy al quiropráctico, al fisioterapeuta y al balneario aunque tenga que pedir un crédito; que a eso hemos llegado y en eso estamos; que a eso nos ha llevado el gobierno, la conspiración, el club o como quieras llamarlo, lavándonos el cerebro con reseñas de viajes, con reportajes gastronómicos, con espejismos de otra vida en ésta y de un yo alternativo al nuestro; con propaganda zafia, psicología invasiva y parapsicología subliminal.

Salid malditos; abandonad esas cuatro paredes; viajad como posesos; convulsionad como azogados; invadid los bares; inundad las calles; colapsad los aeropuertos y las estaciones; atestad las playas y los hoteles; desmelenaos en las discotecas; haced mucho el burro, que paga el banco. Luego se recomienda encarecidamente al populacho que no miccione, que no estercole, que no fecalice los monumentos arquitectónicos, aunque más parece una recomendación rutinaria para guardar las formas, para quedar bien; porque lo importante, aquello para lo que nos movilizan es que aflojemos la bolsa, que vaciemos la faltriquera y nos quedemos tiesos. El ardid, sin embargo, ha encontrado su antídoto; un límite con el que, tras haber anulado el criterio de la chusma, no contaba la cúpula del trueno: que no hay camareros —camarero tú, que yo me voy al centro; al campo tú, que yo me zambullo en la gusanera—. Quizá es el momento de plantearse una economía menos terciaria, menos facilona y menos volátil.

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