Opinión

Escribe tu obituario

Intento no escribir obituarios. El último fue el de Joan Didion. Me lo pasé tan bien haciéndolo que me dio miedo aquella sensación de felicidad. Ella estaba viva, y yo fascinado por su obra en tal medida que para escribir la necrológica leí casi todos sus libros, no pocos de ellos por segunda vez. Me tomó seis meses documentarla y redactarla. Algo más de tres mil palabras. No recuerdo ni las variaciones que hice. Siempre encontraba algo interesante que añadir, algo irrelevante que retirar. Cuando no tienes prisa, el obituario se vuelve fascinante. Te estás preparando para la muerte de una persona que quizá no contempla su fallecimiento. Pero tú ya estás escribiendo de ella como si lo hubiese hecho. Experimenté cierto embarazo moral.

Cuando lo acabé, le hablé de él a la editora de ‘Jot Down’, Mar de Marchis, que me hizo una oferta, y me comprometí a publicarlo en su revista cuando llegase el momento. Empezó a pasar el tiempo. Alguna vez, si había noticias relacionadas con Didion, volvía al obituario para incorporarlas. Y después me olvidaba de él. Transcurrieron seis años hasta que la escritora falleció. Ese día me limité a añadir el lugar y la fecha de la muerte. De hecho, antes que Joan Didion falleció Mar de Marchis. Publicar aquel texto, además de triste, fue un alivio. Su presencia en mi ordenador, inédita, se había vuelto una extraña carga. Habría sido feliz no publicándolo nunca, porque quién no desearía que Didion viviese para siempre, pero a la vez me habría sido inevitable pensar que, después de todo, había perdido el tiempo.

De milagro, la semana pasada conseguí no escribir el de Richard Serra. Fue una suerte, porque todos los textos habrían palidecido al lado del que le dedicó Roberta Smith en ‘The New York Times’. Es fácil calcular que empezó a escribirlo mucho tiempo atrás. En septiembre de 2006, en una charla con sus lectores, el editor de obituarios del periódico en aquel momento, Bill McDonald, explicó que el diario disponía de tres escritores a tiempo completo que dedicaban la mayor parte de su tiempo a redactar «lo que llamamos obituarios ‘diarios’, que oscilan entre las doscientas palabras y las mil, incluso más». Cuando las necrológicas rebasaban con creces esos límites significa que estaban escritas por adelantado. «Tenemos alrededor de 1.200 obituarios en el archivo, y reponemos y actualizamos esa biblioteca todo el tiempo. La razón es obvia. Nunca podríamos producir una biografía completa, bien investigada y bien elaborada de 5.000 palabras de un jefe de Estado, digamos, o un gigante literario, en un día o menos».

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