Opinión | No hagan olas

La oportunidad de Sagunt

Influida por sus vestigios históricos, la ciudad de Sagunt no ha dejado de generar controversias sobre su gran legado patrimonial. Junto a Mérida es la urbe hispánica con más restos y huellas de su pasado en la época romana. Fue asediada por los cartagineses de Aníbal en su camino a Italia hacia el 219 aC, y el sacrificio de su población íbera (entonces se llamaba Arse) fue recompensado por los romanos convirtiéndola en una ciudad de rango imperial. Si lo quieren novelado, el relato saguntino lo escribió de modo brillante y contundente nuestro Blasco Ibáñez en su libro Sónnica la cortesana (1901). Una narrativa historicista muy amena.

De tiempos decimonónicos provienen también las imágenes románticas de las ruinas romanas de Sagunt. Dibujantes y grabadores como Florilegius o fotógrafos como Jean Laurent las recrearon. Hubo intervenciones posteriores, debates a veces intensos entre los partidarios de las tesis del inglés John Ruskin, defensor de los jardines arqueológicos que difundió el romanticismo, y los del arquitecto francés Viollet-le-Duc, intérprete del pasado arquitectónico, reinventor entre otros del estilo gótico que conocemos. Finalmente, parte de la antigua Saguntum se sometió al lifting funcional de la impronta contemporánea. Y se armó la marimorena.

A pesar de todo ese enorme peso histórico –y recreativo–, de generaciones y generaciones de bachilleres valencianos de excursión por los empedrados saguntinos, de la recuperación de su temporada de teatro clásico o de su bien conservada judería, la importancia esencial de la ciudad no es histórica sino geográfica. Sagunt se alza sobre una colina, una especie de atalaya defensiva a modo de observatorio, un emplazamiento vital para el quehacer defensivo de íberos y griegos. Su ubicación, además, coincide con el paso franco entre las montañas que conectan con Aragón, y por ahí se llega al norte de la Península Ibérica. Además de un poderoso mirador, de constituir una protección natural, Sagunt es una encrucijada: el camino a Europa y al sur hacia la Bética que discurría por la antigua Vía Augusta, lo que ahora conocemos como el Corredor Mediterráneo, se une aquí con la ruta por Aragón que conecta con el mar Cantábrico.

No fue casual que el ingeniero Andoni Sarasola trazase hasta un embarcadero marítimo el ferrocarril que transportaba el mineral de hierro desde Ojos Negros –en la provincia de Teruel–. De ese modo dio origen al moderno puerto de Sagunt, alejado unas pocas millas del Grau Vell que se localiza al sur del río Palancia, donde durante años excavó la brillante arqueóloga Carmen Aranegui. Ni tampoco es una coincidencia que la Nacional 234 se llame la carretera Sagunt-Burgos, porque nace junto al puente saguntino del citado Palancia y tras atravesar Teruel, Calatayud y Soria llega a la capital burgalesa. Un trazado que también se quiso convertir en ferroviario con el proyecto, nunca culminado, de unir el Mediterráneo con el Cantábrico a través de un tren que enlazaría Sagunt con el puerto de Santander.

Sagunt también fue en su día, mucho más reciente, la alternativa a la ampliación del puerto de Valencia, para complementar ambos recintos navales: el saguntino más centrado en contenedores, áridos y tráfico industrial, y el de Valencia decantado hacia los pasajeros, el deporte y el ocio lúdico, más urbano. La Copa del América tal vez seguiría entre nosotros y no habría terminado en Barcelona.

Algo parecido ocurrió con la transformación de los antiguos terrenos de los altos hornos, cuya transformación en un gran centro logístico se ha demorado décadas por la incapacidad de la administración pública para su gestión. Finalmente, gracias al efecto tractor del nuevo centro de redistribución de Mercadona en el Parc Sagunt, este polígono lleva camino de convertirse en el espacio empresarial más importante del sur de Europa.

Todo ello sin buenas conexiones hacia el oeste para enlazar con Plaza, la Plataforma logística de Zaragoza, un área de 1.300 hectáreas equidistante de Madrid, Barcelona y Bilbao pero cuyos trenes tardan cerca de 6 horas en llegar a Valencia dado el pésimo estado de la línea ferroviaria entre Teruel y Sagunt. Los convoyes aragoneses recorren apenas 40 kilómetros a la hora camino del Mediterráneo. Como en el siglo XIX.

Entre Sagunt y Valencia, además, hubo en su día un brillante proyecto de desarrollo urbanístico, la Ruta Azul, un plan impulsado por Eduardo Zaplana y el arquitecto alicantino Alfonso Vegara para liberar la línea costera al norte de la ciudad de Valencia. Se trataba de evitar el impacto de un costoso acceso septentrional al puerto de Valencia, al tiempo que se transformaba en residencial el suelo del polígono industrial junto a la costa de Albuixech, con sus grandes depósitos de hidrocarburos en mitad de la huerta, y se trasladaba la autopista tierra adentro para ganar cerca de catorce kilómetros de playa virgen entre Port Saplaya y Play Puig; el mayor despilfarro de arenal playero en todo el Mediterráneo.

Hay más consideraciones a favor de Sagunt. Por ejemplo que, a partir de Puçol, al noroeste, existen varias urbanizaciones bien diseñadas como Monasterios, Alfinach o Monte Picayo que aprovechan el final de las estribaciones de la sierra Calderona para observar el cercano mar desde su privilegiada posición elevada. Alrededor de las mismas se han creado algunos de los mejores colegios privados y clubes deportivos y recreativos. A dos pasos de la costa y el marjal del Moro, existe también a medio hacer la urbanización junto al mar aprobada en su día que sería necesario repensar de un modo más sostenible. No es extraño, en ese contexto, que la compañía naviera de Vicente Boluda haya decidido resucitar el Casino del mencionado Monte Picayo para ubicar allí sus oficinas, o que buena parte de los futbolistas profesionales del cercano Villarreal (a 35 km) opten por residir en esta zona.

Sagunt es, posiblemente, una de las últimas grandes oportunidades que le restan a la Comunitat Valenciana para desarrollarse territorial y estratégicamente de cara al futuro. Es la rótula que vertebra el área metropolitana de Valencia con el norte de la región y que conecta con Aragón, región esta última que nutre buena parte de los orígenes culturales valencianos, propulsora de migraciones seculares, de los Borja a los Ibáñez. Los aragoneses, en palabras del historiador Vicent Baydal, han sido «los grandes olvidados de la historia valenciana», y aunque minoritarios, su importancia fue decisiva, hasta el punto que «la nobleza –sigo a Baydal– del Reino de Valencia fue mayoritariamente procedente de Aragón en un principio». De hecho, algunos apellidos que hoy nos suenan valencianos –incluso parecen de origen catalán–, son interpretaciones en nuestra lengua vernacular de antroponímicos aragoneses tal y como señala el lingüista Emili Casanova. Sustantivos propios como Escrig, Segrelles o el propio Fuster serían adaptaciones de Escrige, Cedrelles o Fustero.

Hacer de Sagunt un gran hub mediterráneo puede que signifique, en definitiva, conquistar buena parte del futuro para la Comunitat Valenciana. La geografía, de nuevo, favorecería un giro histórico.

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