Opinión | Visiones y visitas

Contumacia Pantallodocente

Contumacia gremial; o debilidad ante la inercia; o miedo al qué dirán, a parecer «out», a perder comba; o timidez a la hora de soltar lo que parecía una tabla de salvación, una ventaja comercial y un signo de progreso. De todas estas maneras puede llamarse la permanencia de las pantallas en las aulas, de lo audiovisual como recurso pedagógico, herramienta de marketing o auxilio de profesores atribulados. Porque sucede que se ha demostrado científicamente, neurológicamente, irrefutablemente que utilizar pantallas durante los años de formación académica reduce la capacidad cognitiva y el poder de concentración; que se produce un sólo enlace neuronal cuando se aprieta la tecla de cualquier letra, mientras que se producen miles cuando cada letra se dibuja; que resulta mucho más beneficiosa una pizarra convencional que una «pizarra digital», que no es pizarra sino pantalla gigante, versión gorda de los adictivos caleidoscopios de bolsillo. Y sin embargo, a pesar de la evidencia científica, ni un solo colegio desmonta el armatoste que incrustó entre la mesa del profesor, la pizarra y la puerta, el pegote atravesado en el espacio natural del docente, que le molesta, le da trabajo adicional y encima perjudica el rendimiento académico de los alumnos. Es una contumacia inexplicable, impropia de la profesión docente, por lo que a lo mejor no es contumacia ni nada de lo apuntado al principio: a lo mejor sólo es que no hay agallas para tirar a la basura una costosa inversión económica; o para, simplemente, admitir un error. A lo mejor es que da vergüenza reconocerse víctima de un timo, aunque lo hayan sufrido muchos. El caso es que ahí sigue, un curso más, el emplasto, la pantalla, el entorpecedor mental, el cinturón de plomo ceñido a la imaginación y a la versatilidad intelectual del alumnado, el esclerotizador de molleras y el desmentidor de vocaciones docentes, la prueba de que importa más el «negocio» que la enseñanza. Se les pone cara de tontos a los niños dándole al pantallote, al recuadro, al garlito, porque parecen asomados al videojuego, a la fuente de la eterna estupidez, incapaces de coger una tiza y componer a mano la doble respuesta del contenido y la personalidad.

Enseñar es despertar expectación, sacar cosas de dentro, inspirar confianza en las propias aptitudes; justo lo que destruyen, lo que oxidan y calcifican las pantallas. Nadie niega la utilidad que tienen la hiperconexión y la cibernética para el adelanto de la humanidad, para el progreso de la medicina, la ingeniería, el comercio internacional y la información; pero sí —la niega la ciencia— para el proceso de aprendizaje, para el desarrollo cognitivo, para la formación de las inteligencias. La pantalla se ha colado, por intereses económicos y por absurda y facilona competitividad, en un espacio que no le corresponde. La máquina que facilita y mejora el trabajo adulto ha rebasado su espacio natural y ha invadido la enseñanza, donde va eliminando con diabólica rapidez el frondosísimo bosque de sensaciones, ideas, fruiciones, luces y matices que brotan de la mente infantil y juvenil a partir de la escucha de una buena explicación —de las palabras circulando en el aire, sin apoyaturas electrónicas, haciéndose imágenes en la sesera del alumno—; a partir del trazo manuscrito de los caracteres —ese misterioso y enriquecedor circuito que va del cerebro a los dedos cuando se dibujan las letras y vuelve del papel al cerebro como autorretrato en la caligrafía—; incluso a partir de las desconexiones y los aburrimientos particulares.

No es bueno meter en las aulas la vorágine, la saturación y el aturdimiento audiovisual que atropella la existencia humana, pues contamina los espacios de aprendizaje y los desactiva como espacios de sosiego, de reparación y de hallazgo, como reservas de la gran riqueza intelectual que impiden las pantallas, como lugares donde la persona en formación puede construir el mundo personalísimo de sus motivaciones, de sus inquietudes, de sus ideales y de sus conocimientos. Ya está bien de contumacia pantallodocente, sea voluntaria o instintiva. Basta de miedos y complejos. Desterrar la pantalla es el último grito pedagógico.