Opinión | Miradas

Volver a casa

Pasar de la fase nómada a la sedentaria es uno de los estadios en los que se asienta la civilización, según los antropólogos. Imagino que ustedes habrán transitado por esa etapa en algún momento de su vida. Todos llevamos a cuestas algunas mudanzas. Yo recuerdo unas cuantas.

La primera fue a un piso de estudiantes en Santiago de Compostela que pasó a la historia de las batallitas que se cuentan en mi familia de sobremesa.

Entonces si querías amueblarte la habitación con estanterías por cuatro duros, tenías que ir a comprar las piezas a Portugal. Como no teníamos caja de herramientas, hubo que pedir ayuda al vecino de al lado, un chaval de Lugo que estudiaba para perito agrónomo. Cuando apareció por la puerta con un taladro del tamaño de un AK-47, pensé que la cosa podía complicarse. Y se complicó, claro.

El chico se quitó el jersey y se puso manos a la obra con un entusiasmo loco. Él sudaba la gota gorda, yo me tapaba los oídos y el suelo temblaba como el suelo de Calanda en plena tamborada. A mitad de faena tuvimos que pedir refuerzos a unos amigos de filología clásica que llegaron a casa con un equipo completo de carpintería y un martillo de proporciones intimidatorias con el que uno de ellos se puso a golpear la pared para fijar los amarres y acabó abriendo un boquete en el tabique del tamaño de Groenlandia.

A aquellas alturas, como se pueden imaginar, todos los vecinos del edificio se habían presentado alarmados en el rellano. Y hasta mi padre, que estaba a doscientos kilómetros tomó cartas en el asunto: «Hombre, de haberlo sabido, os hubiera mandado yo un equipo de artificieros de la armada», me dijo con sorna por teléfono.

Fue un estreno de piso por todo lo alto.

Luego pasaron los años, el entusiasmo de la juventud se fue atemperando y el alma acabó asentándose bajo la presión de la hipoteca y los planes de ahorro. La estantería de madera aguantó la transición, el comienzo de la democracia, la caída del muro de Berlín, el boom inmobiliario, los veinte tomos de la Historia Universal del Arte, el Quijote, Guerra y paz, la enciclopedia Británica y los tres volúmenes de En busca del tiempo perdido, entre otros pesos pesados.

Pero un buen día resultó que todo eso sobre lo que habíamos cimentado nuestra solvencia como adultos civilizados se desvaneció en la lejanía, como se desvanecen las fortalezas en una tormenta de arena. Los jóvenes que tienen hoy nuestra edad de entonces no encuentran manera de abandonar el nido y volar por su cuenta aunque tengan dos carreras, varios máster y un trabajo fijo. No hablamos ya de los desahucios que son sin duda la cara más sangrante de esta tragedia. Hablo de clases medias, de muchos profesionales a los que le sale más a cuenta ir y volver cada día al trabajo en avión que pagar un alquiler. Hay chavales que después de aprobar el MIR se ven obligados a renunciar a su plaza de médico ante la imposibilidad de acceder a una vivienda con su sueldo de residentes. Cientos de personas con empleo que cotizan a la Seguridad Social tienen que vivir en una caravana rodeados de edificios vacíos que son apartamentos turísticos y no están disponibles en alquiler. De comprar ni hablamos, ante la subida de tipos más bestia de toda la historia.

Habría que preguntarse cuándo se jodió el Perú. El problema viene de lejos, acuérdense de El pisito, aquella historia de amor e inquilinato con olor a cartilla de racionamiento, que Rafael Azcona supo reflejar con su habitual mezcla de ternura y humor negro. El problema fue a más cuando la casa dejó de ser ese lugar seguro en el que nos sentimos a salvo para convertirse en parte del sistema financiero.

Desvincular la vivienda de su función principal es un error que se paga caro, porque como decía el poeta César Vallejo, un lugar no es nada hasta que alguien lo habita. La casa, la suya, la mía, la de todos nosotros, es la primera ficha de dominó. Si cae, se derrumba todo la demás: la confianza en uno mismo, el derecho a la intimidad, al libre albedrío, el amor propio y el amor al otro, el olor a limpio de la colada recién hecha, la esperanza o la posibilidad de atrincherarse mientras fuera llueve.

Una sociedad que en lugar de abordar esta emergencia nacional anda perdida en discusiones bizantinas no vale ni un duro de cuatro pesetas. Un país incapaz de ofrecerle a las personas que empiezan unos metros cuadrados donde poner una estantería para instalar siquiera a sus poetas de cabecera, no va a ninguna parte. Porque la patria tiene que caber en la salita de estar que es el lugar donde ocurre todo lo importante. Lo demás son fondos buitre.