Opinión | Miradas

El adiós de un presidente

No sé si ustedes se acordarán dónde estaban ese día. Era el 29 de enero de 1981 y en Madrid hacía un frío que iba más allá de los 6ºC que marcaban los termómetros. A las 19.40 de la tarde Adolfo Suárez con chaqueta oscura comparecía en televisión para anunciar su dimisión. Era la primera vez que ocurría algo así en nuestra historia. Lo hizo en diez minutos. Con expresión seria, mirando a cámara. No explicó las razones que motivaban su decisión pero todos sabíamos la campaña de acoso y derribo a la que había sido sometido en los últimos meses, «por tierra, mar y aire». Pero no fue ésa la razón. El verdadero motivo era el ruido de sables en los cuarteles que ya resultaba atronador. Adolfo Suárez creyó que con su dimisión lograría frenar el golpe militar que estaba en marcha. No lo consiguió. En menos de un mes, Tejero entraba en el Congreso y lo demás ya lo saben.

La jovencísima democracia española estaba rodeada por un foso de cocodrilos con muchos galones en la manga. Hay dos imágenes del presidente Suárez que hemos visto tantas veces que seguramente están ancladas ya en nuestra memoria sentimental. La primera, cuando consigue aprobar la Ley para la Reforma Política y descarga toda la tensión contenida hasta ese momento que era mucha, echando la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados mientras apoya la nuca contra el respaldo de su sillón en el Congreso. Y respira.

La otra es cuando Tejero manda a los diputados tirarse al suelo y empiezan a silbar las balas en el hemiciclo. En el planeo de la cámara de TVE que graba la escena, se ve que los escaños quedan vacíos. Todos menos tres. El presidente del gobierno, Adolfo Suárez, no se agacha. Tampoco lo hace el viejo diputado comunista, Santiago Carrillo que sigue fumando en su escaño y el teniente general Gutiérrez Mellado se pone en pie. Los golpistas tratan de doblegarlo con una zancadilla. Es entonces cuando el presidente Suárez se levanta para respaldar a su ministro de defensa, con las balas zumbando alrededor. Sin que nadie lo supiera, las cámaras estaban grabando la anatomía de ese instante para toda la eternidad.

No fue el único caso en la historia en el que un presidente se vio amenazado por los lobbys que anidan a las patas del estado, por supuesto.

En el pasado distintos representantes políticos vivieron tensiones similares: Amadeo de Saboya, la República de Weimar, Winston Churchill, Manuel Azaña, Salvador Allende… Y sin irnos tan lejos. No olvidemos que hace apenas tres años vimos a un tipo con el torso desnudo y cuernos al frente de una horda de energúmenos asaltando el Capitolio de los Estados Unidos. ¿Llegaremos aquí a una situación parecida? ¿No?.... Yo no estaría tan segura.

Los cocodrilos siguen ahí, puede que ahora no lleven galones en la bocamanga, pero llevan puntillas o «puñetas» como se les llama en el argot del oficio.

Nunca en toda nuestra historia ha estado tan devaluada la judicatura. Tenemos un poder judicial que lleva cinco años caducado, incumpliendo el mandato constitucional; una audiencia, la de Málaga, que deja en libertad al cabecilla de la Mocro Maffia más peligroso de Europa; un juez, llamado Juan Carlos Peinado, que admite a tramite una querella contra la mujer del presidente, presentada por la Asociación Manos Limpias, dirigida por un conocido extorsionador de ideología ultra, con la única prueba de tres titulares de prensa amarilla que ya se han reconocido como falsos. Una querella que, por otra parte, no cumple, no ya el mínimo de las exigencias jurídicas requeridas por nuestra legislación, sino las más elementales normas de redacción coherente que se le exigen a cualquier alumno de secundaria.

¿Y cómo hemos podido llegar hasta aquí?, se preguntarán. Bueno….

Todos sabemos que existen determinados pseudomedios, financiados por administraciones públicas, dedicados a publicar bulos, calumnias e infundios con el único objetivo de encanallar la vida política. También sabemos que existe un núcleo muy duro entorno a la Comunidad de Madrid a los que «les gusta mucho la fruta» y para los que cualquier insulto resulta legítimo con tal de conseguir sus objetivos. Fue en medio de esa escalada cuando llegó el presidente y mandó parar. Alguien tenía que hacerlo.

Al margen de que la decisión de Pedro Sánchez sea acertada o no, la entiendo en lo personal. No creo, francamente, que fuese él quien tuviera que reflexionar. Somos nosotros, toda la ciudadanía, cada uno en nuestro entorno, los que podemos acabar con la espiral tóxica que nos está envenenando como país, que nos está envileciendo como seres humanos y que nos está llevando a una deriva que de ninguna manera puede acabar bien. Está en nuestras manos.

Más allá, el foso de los cocodrilos.