Opinión | Voces

Cuestión de tiempo

En mitad de la pandemia o, mejor dicho, del confinamiento derivado de la misma, me propuse volver a leer La montaña mágica, una de esas mal llamadas «novelas de formación» que, en realidad, no deben adscribirse a una determinada edad, se ha de llegar a ellas cuando se quiera. Bendita libertad, la de la lectura. La había leído años atrás sin saber lo que estaba haciendo, que es la mejor forma de acometer las tareas que luego te construirán, primero, como persona y, después, como todo lo demás [en mi caso, escritora].

Al poco de recuperar la edición en bolsillo de Edhasa que conservo en una de mis librerías y empezar a pasar sus finísimas páginas, me di cuenta de lo equivocado de una decisión tomada, en gran parte, por lo desconcertante del momento que vivíamos. Buscaba, como tantas veces, respuestas en la literatura, que Thomas Mann me diera las certidumbres, sobre la enfermedad y sus demonios, que escribió Susan Sontag, que nos faltaban entonces.

No podía leer, durante aquellos días inciertos, La montaña mágica porque, inevitable e inconscientemente, me conducía a un callejón cuya única salida era la muerte, con la que, por primera vez en la historia reciente, convivíamos sin distingos de ningún tipo. No era el tiempo para ello, ni objetivo, aquel que se mide con la aritmética de los relojes y los calendarios, ni subjetivo, aquel que tiene que ver con los humores vítreos y las emociones.

«El misterio del tiempo»

Y eso que, como reconoció su autor en una conferencia en Princeton en 1939, es esta una novela «sobre el misterio del tiempo». «¿Qué era la vida?». Eso se pregunta, hasta la obsesión, el protagonista de La montaña mágica. Una cuestión irresoluble, como comprobará a medida que avance la narración, y ligada, precisamente, al tiempo, a su sentido, a su percepción.

«El tiempo no posee ninguna ‘realidad’»

Cuando nos parece largo es largo y cuando nos parece corto es corto; pero nadie sabe lo largo o lo corto que es en realidad», le dice Hans Castorp a su primo Joaquim Ziemssen en el Sanatorio Berghof de Davos. «¿Cómo que no, acaso no podemos medirlo? (…) cuando pasa un mes, pasa para mí, para ti y para todos nosotros», le replica Joaquim, y esto le contesta Hans: «De Hamburgo a Davos hay veinte horas de ferrocarril… Sí, claro, en tren. Pero a pie, ¿cuánto hay? ¿Y en la mente? ¡Ni siquiera un segundo!».

En los últimos días, he vuelto al Thomas Mann de La montaña mágica. Lo he hecho gracias a Punzadas sonoras, el pódcast sobre filosofía de Paula Ducay e Inés García, con las que comparto muchas filias y fobias narrativas y, sobre todo, la devoción hacia Roland Barthes. En un episodio titulado Narrarnos: sentido y memoria, emitido a principios de enero, pero al que yo he llegado anteayer, reflexionan acerca de los distintos usos del tiempo en la novela de Mann y sobre aquellas historias que, citando a Joan Didion, «nos contamos a nosotros mismos para poder vivir».

La construcción de la intimidad

La escucha de ese podcast coincidió en mi tiempo, objetivo y subjetivo, con la lectura de La seducción, la nueva novela de Sara Torres. En ella, la autora de Lo que hay, el libro con el que debutó en la narrativa y que nunca me cansaré de recomendar, cuenta la relación entre una fotógrafa y una escritora separadas por 20 años de edad y, por tanto, por una distinta concepción del tiempo, de su paso y de su vivencia.

La joven, treintañera, llega a la masía de la autora con un ansia irrefrenable por experimentar la pasión sexual el primer día. La escritora, en la cincuentena, la recibe con la calma de quien ya ha vivido lo suficiente como para saber que en la construcción del amor, de la intimidad, está también su disfrute. Los minutos, las horas, los días no pasan igual para ambas, y que lleguen a encontrarse en el gozo amatorio dependerá de que logren detener el tiempo, aislarlo a su conveniencia.

Somos voraces en el consumo. De todo. También del tiempo. Ni siquiera queremos, porque ya no sabemos, perderlo. Aburrirse es un verbo que ha quedado obsoleto. La ociosidad se castiga y el que no hace es condenado a la hoguera de las vanidades. La prisa, por leer, por escribir, por sentir, nos inquieta, nos asfixia, nos aísla, nos paraliza. Pero todo es tan sencillo y precioso y mágico como la respuesta a un «Te quiero». De nosotros depende que ésta tarde en llegar unos segundos, apresurada y volátil, o nos pasemos la vida entera pronunciándola en silencio, viviendo, queriendo.