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Crónicas de la incultura

A modo de prólogo

Hace poco que se constituyeron los nuevos ayuntamientos españoles y en general puede decirse que la cultura, que andaba bastante alicaída con aquella gente popular, empieza a recuperarse. Tampoco es como para echar las campanas al vuelo porque realmente la habían dejado tan por los suelos que el municipio que no haga algo meritorio ahora mejor será que dedique los plenos a cantar karaoke. Para los ayuntamientos anteriores, con honrosas excepciones, cultura era sinónimo de bous al carrer y crueldad con los astados, de fallas y petardos, de cánticos a la mare de Déu y romerías más o menos despendoladas, de monumentales paellas y gritos ensordecedores. Bueno, no está mal, desde luego la cosa popular, lo que se dice popular, sí que es: la gente de los pueblos siempre ha hecho eso mismo en fiestas, solo que nunca creyeron que tuviera que ver con la cultura ni con el cobro de dietas y comisiones por organizarla. La palabra cultura viene del latín, de cultus, y significa «cultivo»: algo es culto cuando es el resultado de cuidados intensivos realizados con amor al oficio y conocimientos para ello. Así la agri-cultura, la pisci-cultura, etc. y naturalmente la cultura por antonomasia que es la que el ser humano dedica a sí mismo. Ojo, a su espíritu, no a su cuerpo: el culturista es otra cosa, consiste en lograr que los músculos parezcan como morcillas abotargadas y a punto de estallar, nadie sabe para qué. En realidad esa obsesión por parecer más fuertes que un rinoceronte o que un gorila tiene algo de patético. Nunca lo lograremos. Y sin embargo ya somos mucho más listos que ellos sin esforzarnos, conque poniendo algo de nuestra parte ni les cuento.

Hubo una época en la que todos lo tenían muy claro. La gente se privaba de comer para que sus hijos estudiasen y llegasen a saber más que ellos, una época en la que los maestros eran respetados y admirados porque se les reconocía la condición de intermediarios imprescindibles para lograr el ansiado cultivo de la inteligencia. Todavía hay pueblos que sienten esta veneración por la cultura: en China la falta de respeto a un profesor es uno de los delitos más graves que pueden cometerse. En España no, ya se sabe lo que pasa: los niñatos consentidos se burlan de sus maestros y los padres no solo no les castigan sino que amenazan a los profesores con denunciarlos ante el consejo escolar. ¡Pues claro!: ¿a quién se le ocurre poner deberes para casa a un tierno estudiante que se lo estaba pasando bomba con un inocente juego de ordenador en el que torturaba a un avatar de su maestro? Ni que la vida consistiese en trabajar y en esforzarse. Quiérete a ti mismo, he aquí el lema que ha venido a sustituir al conócete a ti mismo del sabio griego. Y que luego no digan que África comienza en los Pirineos: ¡qué más quisiéramos que parecernos a los africanos en el aspecto cultural!

El cambio climático que lleva a la incultura es tan grave o más que el que está destruyendo el medio ambiente. Ambos se originan en las emisiones contaminantes que agotan los recursos naturales. Un exceso de CO2 aumenta la temperatura y abre un ciclo infernal de desertización y pérdida de cultivos. Un exceso de estupidez aumenta la credulidad y abre un ciclo paralelo de ignorancia y pérdida de valores ciudadanos. Los periódicos traen regularmente informes devastadores sobre lo que está ocurriendo en la naturaleza. Pero no es tan frecuente que nos informen críticamente sobre los cambios que se están produciendo en la cultura. Los anglosajones hablan del necesario equilibrio entre nature y nurture (´crianza´). Aquí hemos optado por la primera bajo la forma de bruture. Esta columna se propone informar quincenalmente de lo que está pasando: de los best sellers basura, del teatro mondonguero, de la charanga seudomusical, de los viajes empaquetados, de los pabellones culturales, del fitness a todo trapo, de los zumbes sectarios, de tantos y tantos disparates que se están llevando por delante la cultura del país. Son, serán si el lector me sigue, verdaderas crónicas de la incultura.

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