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Compliicidades

Maestros Vivos

Cuando pensamos en maestros literarios, todos nos querríamos discípulos de los mejores. Los nombres sagrados. Como el papel es muy sufrido y los sueños propios no necesitan de demasiada justificación, cualquier escritor puede afirmar que sus maestros son Shakespeare, Dante, Cervantes y Quevedo, entre otros. Por pedir que no quede. Sin embargo, ya sabemos que las influencias hay que merecérselas, no basta con formularlas como un simple deseo.

Cuando hablo de maestros vivos, no me refiero a los autores de la alta literatura que leemos y estudiamos, y de cuya familia nos gustaría formar parte, aunque sólo fuera como miembros de una lejana rama de centésima generación. Los maestros vivos son escritores que alcanzamos a conocer en el tiempo, que tratamos con asiduidad y de cuya amistad nos nutrimos. En ellos, no sólo admiramos una obra, sino, además, un temperamento, una manera de estar en el mundo a través de la literatura, o, si lo preferimos, una manera de escribir que supone también una forma de vida. El maestro vivo, para quien ha tenido la suerte de tenerlo, significa el ejemplo de una obra literaria, pero sobre todo constituye un ejemplo. Las actitudes ejemplares no son las que la moral colectiva (esa entelequia) considera respetables, sino las que nos sirven, de manera individual, como espejo de conducta adecuada, como actitud virtuosa. Ya sé que las palabras «virtud» y «ejemplo» les resultan a muchos anticuadas, pero lo cierto es que sólo son intemporales.Bastantes escritores de mi generación hemos tenido y tenemos aún a los poetas y novelistas de la Generación del 50 como maestros vivos, como clásicos al alcance de la mano. Francisco Brines y Ángel González, Claudio Rodríguez y José Manuel Caballero Bonald, José Corredor-Matheos y Fernando Quiñones, por mencionar a aquellos con quienes más tiempo he compartido. Sostengo la hipótesis de que casi todos ellos han transmitido a su manera el magisterio previo que había ejercido durante muchos años de posguerra Vicente Aleixandre, que fue para los poetas españoles posteriores al 27 ese ejemplo del que hablo, además de un símbolo de continuidad con la mejor tradición de la poesía española anterior, muchos de cuyos representantes estaban en el exilio.

Los autores del 50 nos han enseñado una cierta ética de la literatura. Sus enseñanzas se han producido sin voluntad didáctica, por simpatía. Nos han mostrado que cada escritor debe buscar su voz en solitario, al margen de las consignas generacionales. Que la vocación literaria representa una manera de instalarse en la realidad, un destino que debe ser defendido y cultivado. Que un artista no necesita la grandilocuencia formal ni el histrionismo biográfico. Que la literatura puede convertirse en ocasiones en un oficio, pero que cuando sólo es un oficio suele dejar de ser literatura. Que la vida constituye -con la amistad, con la conversación, con el mundo del que se participa- un valor supremo. Nuestros maestros no tienen la culpa de nuestros errores, pero seguro que han inspirado nuestros pocos méritos. A menudo, cuando escribo, cuando opino, me pregunto qué pensarían ellos de lo que hago, y me parece que su sombra tutelar me impide hacer el ridículo un poco menos.

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