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Edvard Munch: Un testigo imprescindible del siglo XX

Edvard Munch: Un testigo imprescindible del siglo XX

El final del siglo XIX es en la historia del arte un caldero en ebullición al que afluyen tendencias en fase terminal, mientras otras empiezan a cobrar forma. El Decadentismo y el Simbolismo exploran los vericuetos de la emoción y la intuición, anticipando la irracionalidad surrealista, mientras el Postimpresionismo llega a la experimentación con el color y la forma que desembocará en Cézanne, Matisse y el Fauvismo. La variedad de esa época tan rica como ambigua da razón de la obra de Munch, considerado justamente uno de los precursores del Expresionismo; lo es tanto por su técnica como por sus asuntos inquietantes y sombríos. En uno y otro terreno manifestó siempre un desinterés absoluto por complacer o halagar al espectador; usó habitualmente el trazo desmañado y burdo, con frecuentes incursiones en el Feísmo, y su gama cromática fue reducida, con predominio de los tonos mortecinos. Como si hubiera querido renunciar a toda comunicación cordial, en Autorretrato ante la casa se representó con una ostensible mueca de desprecio y desagrado, realzada por el trazo y el color incisivo que convierten su rostro en una máscara.

La espiritualidad de Munch, que suele relacionarse con el teatro de Henrik Ibsen y August Strindberg y la narrativa de Knut Hamsun, fue sumamente conflictiva debido a la amenaza de la enfermedad y la inestabilidad emocional. Confesó en un fragmento autobiográfico que «enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles negros junto a mi cuna». Expresó todo eso -y algo más- en Herencia, un lienzo de 1899 que falta en la exposición, y que representa a una madre desolada al tener en sus rodillas a un bebé salpicado de pústulas.

El nombre de Munch se asocia a la representación de la angustia, la tensión dramática y el desasosiego, en paisajes y ambientes simbólicos que enmarcan a personajes de mirada ausente, extraviada y recelosa, incapaces de evadirse de un destino trágico: las mujeres de Cenizas o Ansiedad, los hombres de Sorpresa o Celos. Muchas veces nos parece que para Munch la indiferencia es el mejor estado a que pueden aspirar los seres humanos, y que quienes tienen la mirada perdida disfrutan del privilegio de no ver: la mujer de Atardecer, la muchacha de Pubertad, el Autorretrato que terminó el año mismo de su muerte.

Tristeza o El grito son los emblemas de un catálogo que incluye otros registros análogos. La Mujer llorando ante una cama deshecha, tan abatida que parece doblarse bajo la presión del techo; el hombre entristecido de Melancolía, de espaldas a una mujer vestida de blanco que avanza por un lejano embarcadero; la mujer desnuda de El callejón, acosada por dos apretadas y amenazadoras filas de caballeros con chistera pero de aspecto embrutecido; el espectro de órbitas vacías y labios rojos de Bajo las estrellas. Quizá sea lo más destacable, en este orden de cosas, el Desnudo femenino llorando, que tan marcadamente contrasta con la tradición secular en la que la desnudez se exhibe oronda y satisfecha, segura de complacer y de ser admirada. En el pincel de Munch los desnudos tienen las trazas de lo indiferente y lo anodino; nos miran de frente sin pudor, sin malicia ni esperanza.

En ese mundo los encuentros entre hombre y mujer parecen destinados a terminar en indiferencia, tristeza o llanto: Los solitarios, Tras la caída, Cenizas; Munch escribió reflexiones desesperanzadas sobre lo que llamaba «la lucha entre el hombre y la mujer denominada amor». También pintó muchas veces la enfermedad y la muerte: Agonía, La niña enferma, Niña con su madre muerta. Rara vez cupieron en su paleta la serenidad, la felicidad o la alegría de vivir que muestran Las mujeres en el puente y Las niñas en el puente, con su acertado acorde cromático. Un puente excepcional aquí, ya que en el universo del pintor suele simbolizar el viaje sin sentido ni destino, a través de un mundo hostil y ominoso.

Hay que agradeceer al Museo Thyssen el acierto de haber publicado, junto al catálogo, el volumen que recoge una selección de los escritos de Munch: reflexiones autocríticas y sobre arte, diarios y relatos. En ellos se revela la conciencia del pintor acerca de la inversión radical que el arte de vanguardia estaba produciendo en su tiempo. Le concernían especialmente la desaparición del realismo superficial en favor de la expresión de las zozobras consustanciales a la condición humana, y el uso emocional del color que expuso Kandinsky en De lo espiritual en el arte. Como solía acompañar sus obras de breves comentarios y aclaraciones, sabemos -por citar un caso de especial interés- que en El grito el personaje cadavérico situado en primer plano no está gritando sino tapándose los oídos, porque «un grito inmenso e infinito recorre la naturaleza».

Ese grito, que nunca cesó de resonar en los oídos de Munch, representa la crisis de valores de la modernidad.

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