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La música en el castillo del cielo

La música en el castillo del cielo

Es un libro fascinante. Fascinante para quienes amamos la Música. Y más aún para los que creemos que en la de J. S. Bach hay tanta sustancia musical como en el resto de cuantas han sido compuestas a lo ancho del planeta y a lo largo de la Historia. Es, además, un libro grueso, más de 900 páginas, y denso: el autor no se distrae, ni nos distrae. Y no fácil de leer: por las fuentes que acumula, por lo intrincado del discurso y porque, para no perderse, hay que estar al tanto de la música (CDs y, si posible, partituras) que se describe y sobre la que se vierte, uno tras otro, comentarios tan apasionados como perspicaces.

Es el retrato de un genio de primera magnitud llevado a cabo por uno de sus mejores «fotógrafos». Gardiner pertenece al club de los Harnoncourt, Leonhardt, Kuijken, Koopman, Pinnock, Rilling, Herreweghe, Rifkin, Suzuki y demás familia, todo ellos socios numerarios del mismo club e intérpretes eminentes del maestro de Eisenach. Y sabedores todos, y Gardiner como el que más, de que ni se ha dicho todo, ni lo sabemos todo, acerca de esta música que habita, como reza su título, «en el castillo del cielo»: es decir, más allá de toda ponderación. Hay un guiño «teresiano» en el título que viene muy a propósito?

Gardiner escribe como músico y director de orquesta, amén de fundador de orquestas, con la sabiduría que otorgan la frecuencia del podio (que evita siempre que puede) y la dudosa seguridad de la batuta, de la que a veces es mejor prescindir. Pero en todo caso desde la grave responsabilidad del intérprete, de cuya fidelidad al oráculo dependemos los oyentes. Y, por lo tanto, sabe de lo que habla, porque habla de lo que hace. Y ejerce como lo que es: un correo del genio. Correo singular que tiene la misión nada fácil de hacernos oír lo que él lee. Es decir, de descifrar lo que en cifras el Maestro legó a la posteridad. Lo ha hecho, antes de contarlo.

Sí: Gardiner es un músico, de los pies a la cabeza. Pero es, además, y el libro nos lo certifica, un investigador a fondo. El concurso de fuentes de las que bebe y nos da a beber es sencillamente apabullante. Lo que apremia más aún la lectura, pero la hace, por lo mismo, más interesante. Leyéndolo, el lector llega a palpar lo mucho que se ha escrito, y aun se sigue y se seguirá escribiendo, acerca de cuanto encierra este «castillo», hermético a la vez que abierto a todo el mundo que esté dispuesto a recorrerlo. El libro vuelca en quien lo lee una avalancha de erudición, que nos abruma, o nos solaza, a la medida de nuestras disposiciones.

Pero eso no es todo. La erudición del investigador pesa. La competencia del director garantiza. Pero lo que nos conmueve, si nos dejamos, es el entusiasmo del hagiógrafo que, en ningún momento, el escritor disimula. Ésta es literatura a la manera del Cantar de los cantares. No porque Gardiner sea un san Juan de la Cruz: a ratos se embrolla en su misma disquisición.

Sino porque cuenta con eso que ahora se llama complicidad, pero yo prefiero llamar sintonía. En tanto que músico, Gardiner no es un escritor, sino un lector. El escritor, secreto a voces, literal, sería en todo caso, Bach. Gardiner, pues, habla de lector a lector. Y nos invita a participar del círculo de lectores, socios del club arriba mencionado. Para el neófito, puede que éste Bach sea mucho Bach para empezar. Aunque por algo hay que empezar. Pero, para el que ha hecho ya sus pinos y curioseado en las estancias de este «castillo», congeniar con este guía, que ahora nos sale al encuentro, será cosa de coser y cantar. O de miel sobre hojuelas.

La sucesión de sus 14 capítulos (el número es un guiño a la cifra de la que Bach se valía para rubricar su firma) es de orden temático. Pero el discurso, en cada uno de ellos, sigue paso a paso la cronología de las obras que comenta. En los siete primeros, se nos ilustra acerca de sus circunstancias: las de su país y su época, de su familia, de los músicos de su generación y de su educación religiosa, de su aspecto, carácter y hábitos de trabajo; para entrar luego en su obra, profana y sacra, cíclica y singular (los capítulos décimo y undécimo se refieren a sus dos «pasiones»), en su apuesta por el trabajo bien hecho y en su testamento.

Hay un capítulo, el duodécimo, titulado «colisión y colusión» (es decir: choque y pacto), que afronta uno de los enigmas que suscita la obra vocal de Bach: de cómo conciliar la música con las palabras. Tal vez la palabra «colusión», que el Diccionario define como «pacto ilícito con daño de terceros» no acierte a traducir lo que el Cantor lleva a cabo y su intérprete nos quiere transmitir: el milagro por el cual el agua corriente de una poesía de tercera clase se transforma en un Vega Sicilia de la más alta calidad y que no tiene precio. Cómo lo que dicho no sobrepasa la fórmula piadosa, y puesto en música de voces e instrumentos nos eleva al «castillo del cielo».

A cualquiera que haya merodeado alrededor de los mecanismos del arte, ese capítulo le dará que pensar. Bien entendido que, para su comprensión, se hace indispensable cotejar lo que se lee con la escucha de lo que se estudia. Por eso, precisamente, la lectura de este libro es difícil, pero gustosa. Gardiner nos hace sudar: pero Bach nos recibe con los brazos abiertos.

Bach es el anfitrión en este «castillo del cielo», y Gardiner ejerce de mayordomo. Una fiesta a la que hay que acudir con el traje apropiado. Sabiendo que, aunque nos queda mucho por aprender, es mucho más lo que podemos disfrutar.

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