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Objetos y lugares

«La Montaña» de Juanma Pérez y también la instalación «¿Sucio?», obra de este artista y del arquitecto Boris Strzelcyk son trabajos sobre la poética de los lugares y de los objetos en un a modo de pequeña historia de las emociones

Objetos y lugares

Si a uno le gusta perderse por las ciudades y además le interesan algunos oficios, es indudable el atractivo de Intramurs, el festival de arte contemporáneo que se organiza a fines de octubre en Ciutat Vella, el área delimitada por el trazado de las antiguas murallas de Valencia. El programa estimula el callejeo por comercios, talleres y estudios del centro histórico, un paseo siempre lleno de inteligentes sorpresas. Una de ellas estaba en el número 15 de la calle Salinas, en un edificio del siglo XVIII contiguo a un olvidado vestigio árabe. Allí podían verse dibujos y fotografías de la serie La Montaña (La Bosquera), de Juanma Pérez y también la instalación ¿Sucio?, obra de este artista y del arquitecto Boris Strzelcyk. En ambos casos, trabajos sobre la poética de los lugares y de los objetos.

La Montaña es la primera entrega de «Geografía e Historias de un lugar», un proyecto que fue seleccionado en 2013 en los Encuentros de Arte Contemporáneo que promueven el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert y el MUA de la Universidad de Alicante. En el origen de este trabajo, a caballo entre la geografía real y la fingida, se encuentran algunos indicios documentales que nos ha dejado Martín Castro, esquivo personaje nacido a fines del siglo XIX, que Juanma Pérez ha ido espigando por Rastros y librerías de lance. Amante de la naturaleza y aficionado a la botánica y a la pintura, Castro debía ser un ferviente cultivador de aquel ideal regeneracionista de la montaña como educadora del espíritu. «La espesura aumenta a medida que se asciende, y al rebasar los 500 metros de altitud estamos ya en plena selva, en los densos alcornocales de la Bosquera», escribe Castro en una de las notas que han permitido rastrear el enclave al fin localizado en un valle de la Sierra de Espadán. En sus largos paseos, el artista ha fotografiado unos escenarios colmados de magníficos alcornoques y de helechos que por su tamaño casi se dirían atlánticos. En ellos, como en todo bosque fantástico, también aparece una arruinada casa-masía de mediados del XIX. Acompañando las obras, se mostraban fragmentos de útiles de madera, arcilla o hierro, cuya función no siempre se logra discernir, aunque algunos deben guardar relación con la saca del corcho, visible en estos hermosos árboles. Un breve y heterogéneo repertorio de objetos, dispuesto como en las antiguas vitrinas de los museos, que evocaba una geografía vivida, una naturaleza convertida en paisaje y algo nos contaba del trato emocional entre la gente y los lugares.

En estos últimos tiempos, con la ayuda, entre otras, de disciplinas como la neurociencia, ha ido creciendo entre historiadores y geógrafos el interés por la historia de las emociones, en la creencia de que nuestra relación con el mundo está menos determinada por el lenguaje y en la creencia también de que el cuerpo es una forma de acceso y de conocimiento. Se trata de una historia muy vinculada a la cultura material, a la vida social de las cosas, a una renovada consideración por los objetos triviales -o humildes, como los llama el antropólogo Daniel Miller- y a su capacidad para constituirnos como seres, condicionar nuestras prácticas y ayudarnos a gestionar nuestras emociones. Algo de eso había en ¿Sucio?, la instalación que Boris Strzelcyk y Juanma Pérez presentaban en una vieja casa que estos días inicia su restauración, pero todavía conserva las baldosas y el descolorido papel pintado que vestía sus paredes. Cuando Strzelcyk, uno de los creadores del colectivo «Desayuno con viandantes», adquirió esa vivienda encontró unas bolsas de plástico llenas de objetos de quien había sido su última ocupante, una mujer dedicada a la confección de vestidos para muñecas, fallecida a finales de los años setenta del pasado siglo. Rescatados de aquellas bolsas y dispuestos en el suelo y sobre las paredes podían verse patrones de vestidos, maniquíes, hornillos eléctricos, pequeñas planchas, bobinas de hilo de coser, agujas, tijeras, perchas, un pequeño botiquín, cepillos, bastones, paraguas, espejos, telas, facturas, tizas, un pequeño transistor sintonizado que producía cierta turbación, y una caja de pañuelos Klayton, entre muchas otras cosas anónimas que ahora adquirían una rara visibilidad y parecían compendiar una vida. «Parte de nuestra experiencia se deposita en los objetos como un barniz indeleble, otorgándoles un carácter único, impregnándolos de nuestra existencia, etiquetados por el tiempo», se leía en el texto que introducía esta instalación. En aquella melancólica habitación que hablaba de la densidad emocional de los lugares y las cosas, se hacían presentes Ramón Gómez de la Serna, el gusto de Man Ray por los que consideraba «objetos de mi afecto», o la teatralizada arqueología de Carmen Calvo. Sobrevolaba la escena ese gran coleccionista de trastos que fue Joseph Cornell. Tenía uno la extraña sensación de encontrarse dentro de una de sus cajas.

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