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Premios

Siempre me he preguntado por qué somos un país de toros, de ruido insoportable, de horarios inverosímiles y€ de premios literarios. Las demás extravagancias tienen su justificación. La afición por la tauromaquia viene desde los toros de Guisando, nada menos. Lo del ruido es propio de un país de gente mal educada y, visto el informe Pisa, era esperable. En cuanto a los horarios, a poco que sigan retrasándose cenaremos a las siete de la mañana y así, con las acelgas como desayuno, volveremos a ser normales.

Pero lo de los premios literarios es harina de otro costal. Los ayuntamientos grandes y pequeños, las asociaciones culturales, las parroquias, los clubes deportivos, los bancos, la Renfe€, no hay organismo que se precie que no convoque un premio. Con ello el país se ha llenado de plumíferos, todo el mundo escribe, aunque casi nadie lea, y hasta los escritores consagrados te recitan, en cuanto te descuidas, una retahíla de sus premios. Como si fueran buenos por alcanzar premios, cuando generalmente -¡ay|- sucede lo contrario.

Para ser justos, hay que decir que lo mismo ocurre en otras clases de premio: de música, de cine, de artes plásticas, de gastronomía, de vitolas, de boleros, de esto y de aquello. A ver, el que no tenga un premio, que levante la mano. ¿Lo ven?: no se mueve ni Dios. Quien más quien menos todos hemos jugado a la lotería o al cupón y como mínimo nos ha tocado la pedrea. Sin embargo los premios premios, como si dijéramos el café café del premiar, exige salir en los periódicos y en la tele. Con la lotería solo sale la gente que ha ganado el gordo y siempre se parece a la del año anterior -descorchando botellas de cava en el bar de toda la vida y diciendo tonterías, ya se sabe-, pero el resto de premiados son personas anónimas. Para que se pueda decir que has llegado a ser alguien necesitas ganar un premio con pedigree. Por ejemplo, en la cena del Palometa exhiben a Artur Mas, el rebelde sin causa, que se sienta junto a ministros recién desconectados: eso sí que es civismo y no como esos antisistema de la CUP. Seguro que no los invitan al Palometa y ni siquiera a los Princesa de Asturias, tan entrañables, donde al premiado siempre le tocan la gaita.

Por estas tierras también nos privan los premios, pero los literarios suelen ser cutrecillos, los mejores son los de la Junta Central Fallera que a base de crear categorías y más categorías ha conseguido que ningún fallero/a se quede sin un bunyol que llevarse a la solapa. Hay gente que sostiene que son pura coentor, pero yo no estoy de acuerdo, eso es envidia cochina. En cualquier caso, también los tenemos más refinados, de categoría finor: son los premios Jaume I, esa misteriosa entelequia que se inventó el profesor Grisolía y que consiste en gastarse un pastón en traer premios Nobel para que concedan galardones a personas a las que no conocían, por haber hecho cosas meritorias que también ignoraban. ¡Serà per diners!

No tengo nada contra estos premios tan nuestros, pero a mí el que me fascina sigue siendo el Palometa. Tanto es así que, como me dé la venada, me lío la manta a la cabeza y me escribo una trilogía que no se la salta un gitano. ¿Sobre qué? Sobre lo que me haya encargado antes la editorial, naturalmente. ¿Qué se creen, que uno puede escribir lo que quiere y presentarse a su bola? Hace unos días llamaron a un amigo escritor que había quedado entre los finalistas y le dijeron que no podían publicarle su obra porque «no editaban literatura» [sic]. Ahí queda eso. Escribir para un premio literario es lo mismo que concurrir al Master Chef, consiste en saber cocinar la palometa: «Pelar los personajes hasta que no quede ni rastro de humanidad. Colocarlos en un molde con muchas camas. Calentar a fuego vivo y revolcarlos a fondo durante 200 páginas. Adornar con una cucharada sopera de palabrotas. Salpimentar y servir tibio en un libraco». Es una receta sencilla para paladares poco exigentes. Anímense.

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