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Complicidades

El prestigio de la desgracia

En la balanza del arte universal pesa más el prestigio de la elegía que el de el himno. Lo negro pinta más que lo blanco. Las lágrimas siempre han estado mejor consideradas que la sonrisa. Lo que gusta a la población lectora universal es justo todo aquello de lo que suele apartarse en la vida diaria, si no sufre ningún trastorno de la personalidad. A la gente la cachondizan los estereotipos fúnebres, las solemnidades góticas, los arquetipos suicidas, las biografías desesperadas: todo aquello, insisto, de lo que un individuo sano debería alejarse en su existencia.

Tengo la impresión de que la desgracia es tan prestigiosa debido, sobre todo, a una confusión de naturaleza gravitatoria. Se suele creer que lo trágico posee una masa superior, un mayor peso específico que todo aquello que no es trágico. Se suele pensar que en los meandros del desconsuelo y la tristeza existe una profundidad que nos enseña algún secreto superior acerca de la vida humana. Pero la verdad es que la pesantez no pesa más que la levedad, sino todo lo contrario.

Si hay algo misterioso, si hay algo sorprendente es la alegría, por el simple hecho de que existen muchos más motivos históricos y personales para sentirse desdichado que para sentirse satisfecho en el mundo.

Es cierto que el hecho de asistir a la desgracia por persona interpuesta, protegidos desde la impunidad de nuestra condición espectadora, posee efectos terapéuticos. La circunstancia de que sean otros los que sufran en sus vidas respectivas ­-los que se peguen el tiro, los que padezcan dipsomanía, los que no lleguen a fin de mes con sus folletines por entregas- constituye un alivio, obra una catarsis evidente que nos libra por instantes de tener que sufrir nosotros. Pero ese consuelo de tontos (que nunca supone una tontería, porque consuela de verdad) no debe nublar nuestra mirada.

Lo incomprensible, bien mirado, es el cantor de la realidad. Más que un ejercicio de inteligencia, de perspicacia, de sutileza, el cántico requiere una voluntad de ceguera. Para observar el mundo con ojos bondadosos es preciso taparse esos ojos con respecto a casi todo lo que se observa, de lo contrario se ve lo evidente, lo explícito; es decir, la tragedia del mundo. En más de un sentido, los escritores elegíacos son naturalistas, pertenezcan al movimiento literario al que pertenezcan. En más de un sentido, los escritores trágicos son escritores de costumbres, mientras que los hímnicos cultivan una extraña variedad de la literatura fantástica. Los felices, por más que existan, siempre forman parte de un relato de ciencia ficción.

Los prestigios resultan difíciles de explicar, como cualquier género de éxito, pero creo que la superstición lectora debería conceder los galones del almirantazgo a los rarísimos: a esos artistas que celebran la naturaleza, contra las lecciones de la naturaleza misma.

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