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Homenaje a Pierre Boulez

Música al rojo vivo

Música al rojo vivo

­Ha muerto Pierre Boulez. 90 años, 9 meses y 11 días. Músico de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies, pasando por todos y cada uno de los órganos corporales intermedios. Músico que, puesto a pelear con los de su oficio, no dejó de hacerlo consigo mismo. À bout de souffle, como hubiera dicho su paisano cineasta Jean-Luc Godard.

Boulez hizo de todo: de todo alrededor de un centro, la Música (con mayúscula). ¿Quién dijo aquello de la circunferencia cuyos puntos se hallan en todas partes y el centro en ninguna? La Música es así: «ambigüedad erigida en sistema» la llama Thomas Mann en Doktor Faustus, una novela magistral que ha sido citada a propósito de este obituario. Y un traductor, o traductora, despistado traduce por «compositor en serie», lo que Boulez no fue jamás, al compositor «serial», que lo fue una temporada, como no podía ser menos (había que probarlo todo), ni más (para leer, se ha de pasar página). En esa temporada, años 50 del pasado siglo, le conocí como autor de Le marteau sans maître (El martillo sin amo).

Y la obra me llevó a un libro suyo: porque Boulez ha sido escritor de hilar fino. El libro, Relevés d´apprenti, que devoré con atención, intención, respeto y devoción, y en particular uno de sus ensayos, Stravinsky demeure, me enseñó a analizar, o sea, verbalizar, la Música; una práctica gozosa que no he abandonado a lo largo de mi vida. 71 páginas para desentrañar la Introducción de La Consagración de la Primavera: 75 compases de la partitura. Lo que para entendernos supone 2 minutos 56 segundos, en la versión que dirige el propio autor. Es decir: lo que la música nos cuenta en menos de tres minutos, contarlo con palabras, las justas, llena más de setenta páginas. O sea: más de veinte mil palabras.

Luego vendría (años 60) Pli selon pli: un ejercicio literalmente deslumbrante de lo que un músico puede hacer jugando a la pura secuencia de timbres. Sin melodías reconocibles, sin armonías codificadas, sin unos ritmos acordes con el corazón que mueve los nuestros. Color (es la analogía común que quienes solo tienen ojos usan para designar el timbre) y solo color. Y cuando digo «ejercicio» me permito recordar que no otra cosa son los 48 Preludios y Fugas del Clave bien temperado de Bach, o el más de medio millar de Sonatas de Domenico Scarlatti. En Música, las palabras ejercicio, o capricho, o ricercare (como la recherche de Proust) entran en una dimensión no banal, que atañe a la gimnasia natural del espíritu humano.

POLIFACÉTICO

Ello no quiere decir que hiciera muchas cosas y muy distintas, que las hizo, sino que él mismo, en sus empresas, de compositor, director de orquesta, escritor, investigador y creador de instituciones para la investigación (el IRCAM en el Pompidou de París), y provocador en los cursos de Darmstadt que hicieron historia, junto a los mejores de nuestro entorno: el inefable y entrañable Luis de Pablo, superviviente entre otros que antes nos habían abandonado. Él dio guerra allá adonde anduvo: lanzando ¿pullas o puyas? para zaherir, de palabra u obra. Siempre sin sangre y con magnífico humor. Y sin que nada se le pudiera reprochar, siendo él mismo el blanco habitual de sus dardos. Hay un caso, entre innumerables, que lo ilustra.

Es el caso Wagner. Ídolo maldito de la modernidad, Boulez no titubea a la hora de oficiar su «Tetralogía» en su mismo templo, el de Bayreuth, con su paisano Patrice Chéreau. Y ambos montan el esperado y deseado escándalo. Para quienes no somos feligreses de ese culto, el Anillo de Boulez/Chéreau es un puro goce: un Wagner no wagneriano.

De Wagner hizo suyo Boulez el espíritu demoledor: «Ahí comienza la destrucción: por eso me atrae». La disolución de un viejo y glorioso sistema cuyo origen, indiscutible para muchos, entre los que me hallo, se remonta al viejo Bach: «la historia de la música empieza con Bach». Lo anterior, añado, es pues prehistoria. El «ciclo» del Nibelungo se cierra con El ocaso de los dioses, que no son los de la religión y la cultura (mucho menos los héroes de la cosa pública), olímpicos o arios, sino los del Arte, y la Música en particular. Y Boulez quiere de su puño y letra certificar esa defunción. Y lo lleva a cabo en su mismo templo, adonde Chéreau se llevará los abucheos, cuando el músico ha sido el auténtico dinamitero.

Porque ha de notarse que, tan simpático como impío, «con criterio amable pero implacable» (ha escrito de él el director Pablo Heras Casado), Boulez ha dirigido y, sobre todo, grabado aquello que de algún modo afectaba a su genio emocional, libre de impuestos de repertorio. Su Berlioz, su Debussy o su Stravinsky (adorado y denostado) son por encima de todo suyos: tan minuciosos, pulidos y reveladores, como sus notas escritas, pero nada prolijos como ellas. Cuando la Música habla, hablar de ella está de más: es farragoso y estéril. Si de ella se habla, es para que quienes la leen, para luego hacerla oír, ayuden a quienes no la leen y solo la oyen, a oírla a fondo, sin perderse ripio, hasta la última gota.

Eso fue algo de lo mucho que aprendí de Mr. Boulez hace medio siglo, leyéndolo y oyendo su música, suya y de otros, pero siempre suya.

Pierre Boulez ha muerto en Baden-Baden, adonde vivía desde hace décadas. Pues para él nunca hubo frontera franco-alemana. Y si la había, se la saltaba, como tantas otras. Por eso, de cuanto se ha escrito de él en las últimas horas, me quedo con lo que dice Norman Lebrecht: «era, entre otras cosas, muy divertido».

*Arquitecto y musicólogo

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