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El efecto Berkeley

Juan Arnau ha transformado la difusión de la filosofía en una narrativa vigorosa en torno al contexto histórico de las ideas. Tras Spinoza, ahora nos descubre al irlandés Georges Berkeley.

El efecto Berkeley

Berkeley fue un filósofo irlandés. Y no se sabe bien si por irlandés o por filósofo, hizo unas cuantas cosas a lo largo de su vida que hoy nos parecen bastante extravagantes. Para empezar escandalizó a la comunidad científica afirmando que el mundo estaba hecho de sonidos y colores y que lo que otros llamaban materia no era sino una ilusión de la inteligencia. Y cuando vio lo que vio, es decir, cuando vio que no había manera cabal de dar con lo que llamamos mundo objetivo fuera del recorrido de la mente, parece ser que plegó los trastos y se fue para las Bermudas a fundar una universidad y acabó escribiendo tratados sobre las virtudes medicinales de la infusión de resina de pino.

Juan Arnau es un filósofo español sin doctrina, que es la única forma de ser filósofo que vale para algo, o sea, para no hacerse uno más líos del todo innecesarios consigo mismo. Y no se sabe bien si por filósofo o por astrónomo, ya que lo de español resulta en él anecdótico, ha hecho también unas cuantas cosas en su vida que parecerán algo extravagantes. Pero, como son más bien muchas que pocas sus bizarrías, vamos a ceñirnos a lo que nos concierne. Hace un par de años publicó un estupendo Manual de filosofía portátil (Atalanta, 2014), donde se inventaba un divertido personaje, el filósofo portátil, que él mismo encarna a la perfección con su manera liviana de mirar el mundo, con sus ironías respetuosas y sus despedidas a la francesa. No se sabe nunca en qué anda, dónde se encuentra, pero siempre aparece en el momento oportuno con su sonrisa niña, con el matiz certero y su cordialidad bullente. Tampoco tenemos noticia de un asunto raro por el que no se haya interesado este astrofísico y doctor en sánscrito. Usa el filósofo portátil una aguja de acupuntura para medir temperamentos que es la provocación. Creo yo que se la regalaron en alguno de sus viajes por las antípodas; y se me da que él la utiliza más por divertirse que por hacer mediciones, pues conoce lo engañoso de las medidas. Arnau es un tío tan natural como los yogures blancos que en sus ratos libres se dedica a estudiar la medicina ayurvédica, que algo entiende de fútbol -aunque no tanto como cree-, que lo sabe todo de Spinoza, y que en un rato de juventud que le quedó libre dio media vuelta al mundo embarcado en una carabela. Quiero decir con todo esto que estamos ante alguien que no se aburre, y eso suele ser una garantía para cualquier escritor, pues el que no se aburre, el que ha visto este tesoro de la vida, es difícil que aburra a sus lectores. En los últimos años, Arnau se ha convertido en un tipo capaz de hacerme leer novelas de principio a fin. Si se tiene en cuenta que sus incursiones en la narrativa tienen por objeto las peripecias vitales de los señores filósofos, que tradicionalmente carecen de biografía, y más aún de peripecia, se adivinará el tamaño de su osadía, y la montaña de mis prevenciones. Comencé su novela sobre Spinoza apelando al deber de la amistad, que a veces tiene poco de liviano, y la terminé antes de darme cuenta. Volví a temblar ante este Berkeley, que Juan me pasó inédito, pues los muchos papeles y los filósofos muertos, tengo que reconocerlo, me acojonan bastante a estas alturas. Me puse una noche a ojear el tocho para ver si me hacía el ánimo -al fin y al cabo tenía que darle mi opinión-, y se me hicieron las cinco de la madrugada. Lo que quiero decir es que Arnau tiene el raro don de la amenidad. Hay gente, lo sabemos todos por experiencia, que resulta incapaz de decir o escribir tres palabras sin sumir en un infierno de aburrimiento a las vacas suizas. Y hay otra gente que, diga lo que diga o escriba lo que escriba, sentimos desde el principio que nos interesa, que se dirige a nosotros, que nos alcanza. Y, viendo el estricto desparpajo con que se da a la escritura, me las prometo felices.

Berkeley afirmó que no hay existencia posible fuera de la conciencia. Y esa es la gran cuestión que plantea la novela. ¿Es la conciencia la que surge en el universo, y así en el tiempo; o es el universo el que aparece en la conciencia atemporal, con lo que el concepto del tiempo necesitaría una profunda revisión? Aunque tengo para mí que esta es una pregunta que, a fuerza de resultar esencial para la comprensión de nosotros mismos, sólo puede hallar verdadera satisfacción en el fuero interno de cada cual, el lector encontrará aquí un amplio espectro de matices, escenas y situaciones, con Berkeley como protagonista, que pueden orientar su pesquisa. La respuesta, como se desprende del libro, poco tiene que ver con el cientifismo moderno. Las grandes preguntas nacen en el espíritu humano y no en los microscopios, y ya que ese espíritu es uno en todos, no debería extrañarnos que éste excéntrico irlandés hubieran dado con alguna pista que ayude a conducirnos allí donde el hombre y el cosmos se viven en armonía.

No voy a meterme más con la filosofía de Berkeley, más que nada porque, según sus observaciones, ya estamos todos metidos, nos guste más o menos, en el mismo saco. Sí advertiré, sin embargo, que este Berkeley de Juan Arnau está vivo: una prosa suelta y eficaz lo pone en pie, y podemos apasionarnos con sus inquietudes casi tanto como calzarnos sus alpargatas de andar por casa. Lo que hizo de Berkeley el blanco de tantas críticas fue su hallazgo filosófico irrevocable: ser es ser percibido, porque eso nos pone a todos, a ustedes, a mí y a todas nuestras teorías, en una posición muy diferente a la que pensábamos ocupar según la física newtoniana. Berkeley y Arnau se parecen al menos en una cosa, ambos forman parte de esa clase de gente que, en cuanto se pone a escribir, capta nuestra atención de inmediato. Los tres diálogos entre Hylas y Philonus del irlandés están entre los tratados filosóficos más deliciosos que he leído: una gran fiesta de la inteligencia en la que el ingenio y el sentido del humor ponen la guinda. En esta novela de Arnau, el lector encontrará toda la riqueza del pensamiento de Berkeley -que puede ayudarnos, dicho sea de paso, a poner en tela de juicio muchas de nuestras presuposiciones habituales-, pero no se sentirá cargado con el peso de la doctrina, ya que aquí se juntan dos maestros en el arte de la amenidad.

El propósito no es otro que el de poner al lector en disposición de sacar sus propias conclusiones, de afianzar corazonadas o de vérselas ante un cuestionamiento radical de las convenciones contemporáneas sobre la naturaleza del mundo. El filósofo portátil es una especie rara y provechosa, porque es capaz de funcionar como un espejo frente a cualquier asunto que busque dilucidar, dejando a sus lectores, pertrechados con los conocimientos necesarios, en la mejor posición para observarse en él y encontrarse en limpio con los rasgos de su propio rostro. Lean este libro de Arnau, porque escribe con arte y sobre todo porque van a pasar un rato estupendo, y quizá incluso salgan de sus páginas con la certeza de hallarse en casa, contemplando el gran espectáculo del mundo.

*Poeta

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