Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Entre la adolescencia y la intriga

Entre la adolescencia y la intriga

Es difícil ser un autor o autora joven: todo está por demostrar pero a pesar de todo lo que hayas hecho siempre te dirán que estás en esa fase de crecimiento, que faltan cosas por pulir, porque Rimbaud solo ha habido uno, y es que, al ser novel, es lógico que tengas algunos aspectos por mejorar, incluso porque no basta con tener ideas frescas, ya que hay peajes a los maestros que no te dejan caminar solo, como tu sombra se teje a tus suelas y te acompaña allá donde quieras buscar una luz que seguir o que te acompañe, etc. Es bien complejo ser joven en el mercado literario, porque puedes además ser fruto de toda una estrategia de ventas muy al margen de la autenticidad de lo literario pero muy en consonancia con el índice de éxitos y con algunos de los gustos de otros más jóvenes principalmente. Y lo peor de todo ya es mantenerse en ese púlpito, pues la alternativa no tiene piedad con el mal autor, aunque sus cuchillos infalibles no sean a corto plazo sino a medio y largo plazo. Son tantos los ejemplos que me evito citar algunos por ser notorios y bien conocidos para el lector y también muy actuales.

Beatriz Rodríguez, joven autora nacida en Sevilla queda, por suerte, al margen de toda esta quincalla intelectual (en el mal sentido de la palabra): en efecto, la juventud es una de sus características ahora mismo (por desgracia eso también pasa, no nos hagamos muchas ilusiones), pero nada tiene que demostrar a nadie, porque su trayectoria es, de por sí, un camino forjado en el esfuerzo y en un laborioso afán por asentarse como una auténtica autora de presente, que no deba rendir cuentas en el futuro. Es una muy buena escritora, y lo es ya: su novela Cuando éramos ángeles, publicado en Seix-Barral, es el último ejemplo al respecto. Porque no basta con una buena historia que nos tenga aferrados a los márgenes del libro, como tensando un arco, sino que es necesario que esté bien escrito, que sepa marcar los ritmos de la trama desde la propia textura de la palabra correctamente puesta allá donde era necesario que estuviera. Esto hace que una historia, en parte poco atractiva, se convierta en un interesante argumentario de sucesos que, al conectarse, te lleven a la sorpresa como lector y al aplauso cómplice. Esta novela, que indaga tanto en lo introspectivo de su personaje principal -una periodista comarcal en Fuentegrande, llamada Clara- como en la trama de un asesinato, la muerte del terrateniente Fran Borrego, no solo se sumerge en la investigación del propio homicidio, lleno siempre de muchos interrogantes inconexos en un primer momento: aspira, en cambio, a desentrañar lo que significa a veces el hallazgo de la vida con la conciencia temporal, de ahí que se titule de ese modo, pues se trata más bien de ver con cuánta crudeza el ser humano deja de vivir en su fantasía y se va adentrando en la más cruda realidad conforme se van modificando sus deseos, sus aspiraciones e, incluso, sus subversiones. Se trata, pues, de una novela romántica en el sentido historiográfico de la palabra: un debate interior, una confrontación entre lo que somos y lo que deseamos, un desencanto espiritual unido a una incomprensión social, un rechazo de lo establecido y de sus reglas y un ahondamiento en la verdad sombría de la cosas y de las personas.

El resultado ya no solo es un cadáver: también es un entramado de envidias que nos rodean, de manera coral, y que, llevadas al extremo y al descontrol de las pasiones, nos conducen inexorablemente a la destrucción de lo que somos, como empujados contra un destino trágico que nos vigila, que nos amenaza incluso cuando creemos alejarnos de él. Clara, al intentar buscarse a sí misma, se extravía casi como le ocurrió a la pobre Alicia en la novela de Lewis Carroll, lo malo es que, a este lado del espejo, lo extraño no es mágico ni maravilloso ni fantástico, sino todo lo contrario. Sin duda, estamos ante un libro más bien concebido para plantear dudas y no tanto para resolverlas, sobre todo porque hay caídas que dejan sus cicatrices más allá de la piel, más aún cuando son las señales que atestiguan que, alguna vez, fuimos ángeles y supimos volar antes de sentirnos víctimas de nuestro impulso existencial: todo lo demás lo llamamos desengaño, mirada elegíaca, condena y castigo al fin y al cabo.

Compartir el artículo

stats