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En arte en la posguerra

En arte en la posguerra

Los años cuarenta constituyen uno de los períodos más violentos y negativos de la edad contemporánea. Los regímenes totalitarios y el nacionalismo más agresivo se impusieron en gran parte de los países. España salía fracturada y arruinada de una guerra civil y a continuación se desencadenaba otra más destructiva. Definir los cuarenta como una época triste y gris es fácil. Cuando nos acercamos en cierta medida a la producción artística de ese momento entrevemos destellos muy distintos que van de la megalomanía a un velado sentimiento de tristeza y melancolía, un ensimismamiento al que la falsedad y la represión conducen en buena medida. Acercarse al arte de los cuarenta sin caer en la descalificación generalizada, descubriendo sus luces y sombras no ha sido una tarea fácil, y hoy se puede ya llevar a cabo gracias a una serie de trabajos e investigaciones que han visto la luz en las últimas décadas. Recuerdo que hubo un tiempo en que el Edificio de Sindicatos en Madrid, proyectado por los arquitectos Francisco de Asís Cabrero y Rafael Aburto me parecía un horror y un atentado frente al Museo del Prado. Con el tiempo terminé apreciando que era una pieza maestra de la arquitectura moderna española y, como tal, ha sido reconocido internacionalmente. Lo mismo sucedía, a causa de nuestra ignorancia, con el edificio de los Nuevos Ministerios de Secundino Zuazo, que mis compañeros veían como un mamotreto fascista ignorando que era un edificio proyectado en la época de la República. Todo lo que tuviera una dimensión monumental era fascista y, sin embargo, en la Inglaterra o los Estados Unidos democráticos se levantaban construcciones similares.

Los años cuarenta no habían sido aún objeto de una exposición de gran calado que, con suficiente perspectiva, confrontase la compleja realidad del momento, atendiendo tanto a la creación del exilio como a la de los que permanecieron. Si estudiar el exilio era algo demandado como homenaje a aquellos que sufrieron tanta angustia y la incertidumbre, la situación no fue tampoco fácil para los que permanecieron, pues tenían que sobrevivir en un ambiente precario nada estimulante, deprimente y castrador. La situación de la posguerra era ya de por sí adversa en todos los sentidos, con una economía destruida y la escasez y el hambre asomando por aquí y allá.

La actual exposición del Reina Sofía Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española. 1939-1953, comisariada por Lola Jiménez Blanco y cuyo título rinde homenaje a «nuestro» Max Aub, ofrece una panorámica bastante exhaustiva y ambiciosa del momento, que sorprende por la cantidad y calidad de las piezas acertadamente seleccionadas. Si tenemos en cuenta el número de artistas y arquitectos activos en los años cuarenta y la realidad de la demanda, más allá de la oficialidad, resulta casi milagroso que pudieran sobrevivir y mantener el pulso de su creación. Los contrastes entre las distintas orientaciones y personalidades son evidentes; no hay más que confrontar las obras de espíritu más tradicional que representan Sert, Zuloaga, Stolz, López Otero€ con las de Goeritz, Sempere o Tàpies, por citar unos pocos de la larga lista de los artistas que se exhiben en el MNCARS, para apreciar las diferencias y el eclecticismo que se impone. En este contexto es preciso tener en cuenta los numerosos artistas que se mueven en un terreno intermedio, como el que representaba el entorno de la Academia Breve de Crítica de Arte creada en 1942 y capitaneada por Eugenio d´Ors. Desde la oficialidad se intentaron imponer unas directrices o fomento de un arte académico y de exaltación nacional, que no fue mucho más allá de las obras de reconstrucción, de las arquitecturas oficiales o de las exposiciones nacionales, pues el peso de la época y de lo moderno termino imponiéndose. El arte de los cuarenta parte mayoritariamente de la experiencia de la década anterior, aunque muchos de sus protagonistas no pudieron evitar una desorientación que marca un agudo contraste o retroceso respecto a la etapa anterior. En esta especie de compás de espera que fueron los cuarenta, muchos referentes anteriores habían perdido validez y los nuevos no se habían aún definido, aunque pronto comenzarán a vislumbrarse. El surrealismo fue quizás el único lenguaje moderno que sobrevivió y se adaptó a requerimientos y expresiones de lo más variopinto, desde las exaltaciones de Luis Moya a las ilustraciones de José Caballero o las escenografías de películas y teatro. Hay una filmación de Miguel de Molina, Román Viñoly y Alberto Etchebehere que presenta al primero interpretando La niña caracola, en 1952, que es ilustrativa de cómo el mundo de la copla pervive y se mantiene fuera del medio franquista en el exilio. Una filmación muy ilustrativa de cómo la copla y los toques surrealistas no eran incompatibles.

La exposición está dividida en nueve secciones, empieza por «Una nueva era» y termina con la «Apropiación oficial de lo moderno» que se produce a finales de la década del cuarenta, y que tiene su principal referente en la I Bienal Hispanoamericana de Arte que se celebró en Madrid en 1951. Entre ambas se van recorriendo distintos apartados donde la pintura dialoga o se complementa con la escultura, la arquitectura, la fotografía, el cine y las publicaciones periódicas que documentan el proceso. La exposición es excelente y hay que destacar el nivel de las piezas y el gusto en la selección de las mismas. Darle una narración y estructura a tan alto número de piezas, alrededor del mil, es un trabajo bien complejo. Son muchas obras que se muestran por primera vez, lo que la convierte en una aproximación bastante completa que hay que ir a visitar con tiempo. Lógicamente no es una enciclopedia en la que deba estar todo, pero quizás no hubiera estado de más una figura como Gutiérrez Soto, que fue uno de los grandes modernos de los treinta, luego lo fue a finales de los cuarenta y a la vez fue uno de los arquitectos que proyectó algunos de los edificios oficiales más representativos del régimen, pocos mejor que él representan las contradicciones y complejidad del momento, Dalí quizás.

Con motivo de la exposición se ha editado un libro, con introducciones de especialistas del arte de período cada cual con sus respectivas selecciones de textos críticos, teóricos o manifiestos de la época. Lo cual lo convierte en un importante antología para el estudio de los años cuarenta. Sin embargo, se echa en falta que el libro no disponga de una bibliografía actualizada, obligada en todo trabajo de investigación que se precie, aunque cada capítulo tenga sus notas más o menos extensas. Si el valor del libro queda fuera de dudas, hemos de sentir profundamente que en aquél no se refleje la memoria de la exposición, y sólo se contente con ofrecer un listado de las obras expuestas, ordenadas por autores sin ilustraciones. Se hubiera agradecido en este sentido disponer al menos de un CD dentro de la publicación que recogiese una amplia selección de las mismas, pues es una exposición demasiado importante para que quede tan difusamente reflejada, pues son muchas las obras inéditas que se exhiben. Si de un libro se trata, la institución debería ser más generosa situando el nombre de la persona responsable de la edición en un lugar más destacado y visible. Sin entrar en más detalles, lo cierto es que estamos ante una exposición muy importante y sugestiva que plantea nuevos enfoques y perspectivas sobre una creación artística asfixiada por el peso y las circunstancias de un momento nefasto de nuestro pasado. El arte valenciano está representados con piezas de Ramón Stolz, José Manaut, José Renau, Manolita Ballester y Eusebio Sempere. El recorrido por las salas de la planta alta es un poco laberíntico, por lo que recomiendo que se entre por las escaleras -de efecto microondas- del edificio de Jean Nouvel para poder seguir mejor la secuencia cronológica.

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