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De la pintura poética a la poética del objeto

Dos exposiciones enlazadas por su carga poética coinciden en la misma galería, en dos espacios diferenciados. Por un lado los paisajes y los poemas de José Saborit; por el otro las esculturas y la instalación de la mexicana Irma Ortega.

De la pintura poética a la poética del objeto

No por casualidad (cada vez creo menos en ella) la galería Shiras abre temporada con dos proyectos expositivos que giran, desde perspectivas curiosamente complementarias, en torno a un mismo eje secular como es la dimensión poética de las artes visuales. El asunto echa sus raíces entrelazadas en el hecho fundacional de ser precisamente poiesis (hacer creativo, bello) uno de los términos al que los griegos recurrieron para definir el Arte.

Dando un salto al presente, nos encontramos en la planta baja con La misma savia acertado título con el que el poeta/pintor, o pintor/poeta, José Saborit (Valencia, 1960) alude metafóricamente no sólo al alimento común de la creatividad capaz de plasmarse en «poesía muda» (pinturas) y «pintura hablada» (poemas), sino también al poemario por él mismo escrito hace escasos meses y que fue merecedor del XXX premio Unicaja de poesía. Hacer visible, que no evidente, esa longeva y fecunda relación, ha sido un objetivo felizmente logrado mediante la alternancia de diferentes series pictóricas y un mismo montaje de versos enmarcados como cuadros. El libro abierto por la página elegida, velado por un papel vegetal con una ventana (el cuadro como veduta abierta al mundo) permite leer al espectador y dialogar con la pintura que acompaña. Este rigor repetitivo es coherente con la escritura impresa, en la que una misma tipografía da pie a mil lecturas e interpretaciones en función del encadenamiento liberador de la palabra. Por otra parte, la diversidad de soluciones pictóricas que se suceden, siempre bajo el denominador común del paisaje, se aproxima a esa cualidad polisémica atribuida a la imagen visual. Al fondo, unos alargados paisajes construidos de cielo azul y nieve derretida en pintura nos hacen respirar un aire de familia que susurra los versos escritos entre sus valles imaginarios.

En el sótano -antiguo refugio durante la Guerra Civil- por primera vez despejado y habilitado como segundo espacio expositivo, se cobijan seguras e interrogadoras cuatro esculturas y una instalación de la artista, mexicana de nacimiento y valenciana de adopción, Irma Ortega (Ciudad de México, 1969). Grata sorpresa para muchos que les permitirá disfrutar de estas obras construidas y pensadas desde un profundo conocimiento de la talla escultórica, tanto en madera como en piedra, y un fuerte compromiso con sus orígenes mexicanos y sus acuciantes problemas sociales. Dos son los referentes que Irma Ortega funde con singular aplomo y fortuna. Por un lado, la tradición doméstica de objetos culinarios que tienen en el maíz el símbolo de algo tan básico y sagrado como la alimentación. Por otro, un referente urbano igualmente cotidiano pero callejero, que encierra una intrahistoria nada edificante. Me refiero a las «coladeras», las trampillas de desagüe de las aguas pluviales en algunas zonas de la megalópolis; estas rejas de hierro fundido abren paso a unas entrañas en las que se cobijan niños sin hogar en busca de protección y calor. A destacar la instalación que conjuga un sello/rodillo de recinto (lava volcánica) con sus relieves tallados y un camino de arena con las huellas evanescentes impresas. Evocadora dialéctica cargada de belleza poética. Objetos modificados, desposeídos de su función y descontextualizados de sus respectivos entornos muy alejados del artístico. Integración de contrarios que no deja de invitar a la reflexión.

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