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El poeta enmascarado

El poeta enmascarado

En el año 2011 Guillermo Carnero pudo disfrutar de una privilegiada estancia en Venecia, en el marco del programa bienal Incroci di Civilità, auspiciado por la Universidad véneta y la Mancomunidad de Museos de la Ciudad de Venecia. Durante un mes estuvo alojado en un palacio del Gran Canal, contiguo al que sirvió de residencia a Lord Byron durante su estancia veneciana en compañía de la condesa Teresa Giuccioli. Su única obligación era deambular a su antojo por la ciudad, y así pudo dedicarse a contrastar la realidad veneciana que tenía ante sí, con la leída y mitificada en su obra. El poeta veneciano tuvo, en fín, la oportunidad de superponer la Venecia real a su imaginario poético, repasarla en su obra y en su memoria, y según nos dice, comprobar una vez más que la realidad y la imaginación poética se avenían sin fisura. Esta experiencia, vital y literaria, es la que nos propone Una máscara veneciana. Un libro, en palabras del autor, que no pretende ser un estudio acerca de Venecia y el arte veneciano, sino una reflexión acerca de lo que para él han sido esa ciudad y ese arte.

Evidentemente no estamos ante un libro de viajes, pero a decir verdad, no sé si estamos ante una poética o una confesión. Seguramente ambas cosas, porque la poética de Guillermo Carnero está tan profundamente arraigada en su vida, y su vida en la experiencia y el disfrute del arte, que todo ello se entrelaza y desemboca en la escritura de poesía. De lo que estoy seguro es de la singularidad de esta obra: por la incertidumbre del género en que debe inscribirse, por el rigor intelectual que la preside, por la elegancia impertinente de su estilo y por lo cuidado de la edición, descontadas algunas erratas de imprenta. Libro insólito para los apresurados tiempos que corren, de lectura inexcusable para los seguidores de la obra de Carnero -o los que quieran introducirse en ella-, pero también para los interesados en el estudio de la poesía española de la segunda mitad del siglo xx. Y por ahí deberíamos haber empezado.

Al comienzo de los años 70, el grupo de poetas novísimos se enfrentaba a dos tendencias dominantes en la poesía española de posguerra: el realismo social y lo que Guillermo Carnero llama intimismo primario, neorromanticismo o posbequerianismo. No estaría de más recordar aquí lo que él mismo nos ha pedido tantas veces que retengamos: no reducir el alcance de la ruptura novísima definiéndola como una mera reacción contra la literatura de compromiso sociopolítico. Compromiso y neorromanticismo pecan para él del mismo defecto: la reducción del lenguaje a instrumento de consignas doctrinales, o de sentimientos banales lexicalizados por la reiteración y la previsibilidad.

En ambos casos se había llegado a un punto de creación de textos de lectura automática, por -y cito a Carnero- su escasa desviación de la lengua estándar y su redundancia con respecto a la tradición literaria establecida. Ello suponía, en definitiva, una posición excesivamente confortable desde el punto de vista del esfuerzo creador y proclive al adocenamiento, si se contempla la obra resultante. El remedio aplicado contra estos males por los novísimos, y en concreto por Carnero, tuvo dos componentes principales: expresar la experiencia cotidiana a través de la experiencia cultural, y superar el yo lírico mediante un él o un ello con el que aquel se identifica por delegación, designación y analogía. La ruptura generacional y estética estaba servida.

Surgió inmediatamente la polémica y se acusó a los poetas novísimos y venecianos (estos últimos para Carnero son sólo, a su lado, Pedro Gimferrer, Luis Alberto de Cuenca y Luis Antonio de Villena) de haber alumbrado una nueva tendencia elitista y opaca. Los hitos de la discusión los expone Guillermo Carnero con todo detalle. Pero lo que procede subrayar aquí no son los detalles de esa discusión, sino el riguroso ejercicio del autor por facilitar las claves para la comprensión de su máscara cultural. A partir de este momento, se compartirá o no su visión poética del mundo, pero ya nadie podrá tacharle de criptográfico. Y para ello critica e ilumina todos los rincones de sus versos, y corrobora su definición de la máscara cultural como análoga a las de los actores del teatro griego, que no ahogaban sino potenciaban su voz, como no ocultaban sino realzaban las facciones del personaje.

He utilizado el adjetivo riguroso premeditadamente. En la concepción y desarrollo del libro aflora, además del poeta, el Guillermo Carnero académico e investigador. Y éste ofrece al lector, paso a paso, todos los materiales necesarios para ilustrar la lectura: la selección de poemas citados -antología auténtica del autor- incluye, además, tres textos inéditos, y 39 láminas a todo color que permiten cotejar el imaginario cultural al que se está haciendo referencia con comodidad y aprovechamiento. Y destaco de pasada que los comentarios a las obras de arte que se citan, justificarían por sí solos la lectura de este libro. Sirvan como ejemplo los dedicados al cuadro de Watteau El embarco para Cyterea, que titula e inspira el último de los poemas de Dibujo de la muerte, primer libro del autor, publicado en febrero de 1967, cuando aún no había cumplido los 20 años. Carnero no describe el cuadro en su poema, sino que utiliza la mirada de Watteau, su alejamiento de la escena representada, para reflexionar sobre el amor y su mentira. Es el estado de ánimo del pintor el que se asume: ha renunciado al viaje a Cyterea, donde se encuentra el templo del Amor, y contempla al grupo de viajeros a punto de embarcar, con melancolía y desde lejos. Y el poeta dirá:

También alguna vez hice el viaje / intentando creer y ser dichoso / y repitiendo al golpe de los remos:/ aquí termina el reino de la muerte.

Nos recuerda Carnero la consideración simbólica, no realista, de la naturaleza en la poesía contemporánea. Y así, en su obra, el paisaje y el jardín, procedentes a menudo de obras literarias o pictóricas, son símbolo de la soledad y de la degradación de la experiencia en el recuerdo. Y nos hablan de una persona que se autoexcluye de la realidad, refugiándose en la cultura y el arte, consciente de que en este tránsito está abdicando de la vida. Una vida que en sí misma, a su modo de ver, no vale gran cosa. Por eso la máscara cultural es una máscara funeral. Y por eso elige para expresarse una máscara veneciana, dado que Venecia es el más bello dibujo de la muerte sobre la tierra. Y habría que añadir: y de la juventud y del amor, cuando se ausentan, que son las otras máscaras con que se nos presenta la muerte. Pero todo ello no priva a la poesía de Carnero de su carácter confesional. Está basada y fundada en experiencias vitales y emocionales, pero expresadas a través del filtro de la cultura: el llamado «monólogo dramático», máscara en mano, hallazgo de la poesía inglesa, que Carnero confiesa haber aprendido en Cernuda, García Baena y Cavafis. O en Valery Larbaud, incorporado en el poema «Ficción de la palabra», que escribió: j´écris toujours avec un masque sur le visage, o sea, escribo siempre con la máscara puesta.

La experiencia veneciana brinda a Guillermo Carnero ocasión para un ajuste de cuentas con los autores que, en su adolescencia, le descubrieron literariamente la ciudad. Muy especialmente Ruskin, que desde su pulsión gótica y puritana objetaba a la Venecia renacentista y barroca no ser lo bastante primitiva, humilde y devota. Carnero reclama para la ciudad toda la energía simbólica y la belleza que intenta plasmar en su obra y destila el siguiente comentario: Recorrer ese peculiar panteón veneciano de hombres ilustres en compañía de los gruñidos de Ruskin, es uno de los mayores placeres que puede deparar una larga estancia en la ciudad. Y en otro lugar escribe: Si, haciendo un esfuerzo sobrehumano, resistimos la tentación de arrojar ya en este momento la obra de Ruskin al Gran Canal€ En el otro extremo Marinetti, quien reprochaba a Venecia su falta de modernidad, suscita el siguiente comentario: el antipasatismo de Marinetti es metafórico, esperpéntico, autocaricatura consciente, eslogan de pancarta y dibujo de brocha gorda. Si bien finalmente se declara de acuerdo con Marinetti, bien a su pesar, en que el turismo «es una llaga purulenta abierta en el cuerpo italiano». Quizá porque la masa y el bullicio de la muchedumbre obstaculizan en ocasiones la interiorización de la belleza, que requiere ser contemplada en la intimidad, como lo haría en su momento Lord Byron.

La Musa Metafísica

Juan José Lanz, catedrático de Literatura Española en el País Vasco, es un experto internacionalmente reconocido en poesía española contemporánea. En su preámbulo al libro que comentamos, Lanz nos dice haberse ocupado de Guillermo Carnero desde varias perspectivas: el simbolismo y el barroquismo que identifican distintivamente su poesía, el culturalismo y la metapoesía, situándola en el contexto de la contemporaneidad. Un enfoque panorámico que se completa con el minucioso análisis textual de poemas concretos que la representan especialmente. Combinando y alternando esas dos aproximaciones ha conseguido una visión tan global como comprensiva y -por qué no decirlo- didáctica. También incluye este volumen una selección de los poemas mencionados y estudiados.

Dice Lanz haber tomado el título, La Musa Metafísica, de un óleo del pintor italiano Carlo Carrà que alude a uno de los rasgos distintivos de la poesía de Guillermo Carnero: su constante carácter reflexivo y trascendente. También reconoce Lanz haber tenido presente la definición que de su propia obra dio Guillermo Carnero hace ya casi 40 años: un discurso en espiral, que reincide en los mismos problemas pero con mayor complejidad y altura en cada ciclo.

La Musa Metafísica es un estudio de gran agudeza desde su primer capítulo, dedicado a matizar y contradecir un tópico ampliamente extendido entre la crítica, según el cual el Surrealismo es una herencia insoslayable en todo poeta actual, en tanto que componente irrenunciable de la contemporaneidad. Lanz califica la escritura de Carnero de barroca y simbolista, pero nunca de surrealista, recordando algo ya señalado por José María Castellet en su célebre antología de 1970 cuando a este respecto colocaba en compartimentos distintos a Guillermo Carnero, por una parte, y Gimferrer y Leopoldo Mª Panero, por otra. Así señala Lanz sucesivas declaraciones de Carnero desde que en 1971 confesaba en una entrevista no sentir entusiasmo alguno, a diferencia de sus compañeros de generación, por Joyce, César Vallejo u Octavio Paz. Posteriormente Guillermo Carnero ha publicado numerosos estudios sobre arte y literatura de vanguardia, especialmente sobre Salvador Dalí, en los que ha señalado que el defecto inherente al Surrealismo es dar por buena cualquier ocurrencia ilógica y cualquier pirotecnia emocional secreta.

La herencia barroca que Carnero asume, sigue Lanz, atiende, desde luego, al uso de un lenguaje rico y caudaloso, cuyos modelos son Luis de Góngora o los poetas ingleses del siglo xvii: no en vano uno de sus últimos libros, Fuente de Médicis, tiene como referente un grupo escultórico del jardín parisiense del Luxemburgo que representa a Acis y Galatea, cuya leyenda es asimismo materia de la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora. Un neobarroco que se orienta no sólo hacia el esplendor del lenguaje, sino primordialmente hacia la conciencia trágica del paso del tiempo, la caducidad y la muerte, en la estela de Quevedo o Borromini.

Las predilecciones juveniles de Carnero, y la lógica de la ruptura novísima de los años 70 llevaron, apunta Lanz, a una voluntad de «ocultación del yo», fórmula que debe matizarse para que no se entienda al revés. En primer lugar, significa superación del yo primario y neorromántico; en segundo lugar, objetivación del yo a través del paisaje, del arte y de la literatura. «Expresión indirecta del yo mediante correlatos objetivos» viene llamando Guillermo Carnero, desde sus primeros pasos. a este procedimiento, conocido como «culturalismo» por la crítica.

Estudia también Lanz la presencia de obras de arte pictóricas, arquitectónicas o escultóricas en el imaginario cultural de Guillermo Carnero. Se trata de la interpelación instintiva que proviene del arte, nunca objeto de descripción ya que desemboca en una pregunta acerca de la historia personal y la identidad emocional del propio yo, basada en el carácter simbolizador del arte en términos existenciales. El propio Carnero ha escrito al respecto que él no describe obras de arte, sino que señala aquellas que lo describen a él.

Toda la obra de Carnero es una meditación acerca de la muerte, la vanidad y caducidad de la existencia y la obra humana, la incapacidad del lenguaje escrito y de todos los lenguajes para reflejar la profundidad de la existencia y comunicarla, y perdurar en ellos como arte. En otras palabras, descreimiento, ironía, escepticismo y desencanto de quien se dedica a reflexionar tanto como a sentir, y a dar cuenta de sus sentimientos más allá de la facilidad y el tópico. Así el poema «Catedral de Ávila» define el libro que contiene la obra propia como un sepulcro con estatua yacente; ese sepulcro-libro está en una capilla cerrada y sin luz, lejos del alcance de la mano e incluso del de la mirada. El simbolismo es evidente: el propósito de todo monumento funerario es convertirse en el legado que una persona quiere dejar de sí misma: su retrato, sus hazañas y virtudes y sus aspi­raciones intelectuales y morales.

Finalmente, señala Lanz que los cuatro últimos libros de Guillermo Carnero, publicados entre 1999 y 2009, constituyen una segunda época marcada por los mismos ingredientes de siempre, pero acompañados por una mayor accesibilidad emocional y centrada en el amor y su fracaso. Este libro de Juan José Lanz se ocupa de otras muchas cuestiones que no caben aquí. Todas conciernen a quien se interese por la poesía contemporánea.

*Crítico literario

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