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Mundo imaginal en Ibn Arabí

Mundo imaginal en Ibn Arabí

Según el mito platónico la parte superior del mundo alberga, ingrávido, el ámbito inmaterial de los significados. Mientras que en la inferior, pesada, se encuentra la experiencia sensible de los cuerpos. Pero el mundo real es trino y entre esos dos mundos el sufismo colocó un intermundo, el «octavo clima», el mundo imaginal de las almas. Ese mundo intermedio no es mera ficción, no es un mundo de fantasía, es una Imaginatio Vera: la realidad del símbolo puede ser más incontestable que la del mineral. Tenemos pues tres reinos, el del intelecto, el de la imaginación y el de la sensación, y el de en medio sirve de eje del mundo, pues comparte las virtudes de los otros dos. De ahí que se llame barzaj, un «lugar de encuentro» donde los cuerpos se espiritualizan y los espíritus se materializan, una tierra celeste de cuerpos espirituales. Esos tres mundos, que la cosmología persa representa estratificados jerárquicamente, se encuentran de hecho entretejidos y ejercen su influencia en el aquí y el ahora. De ahí que en el sufismo, el buscador y viajero de esos tres mundos reciba el apelativo de «dueño del instante» (ese que atiende a su condición originaria).

La fuga de Dios tienes tres voces, tres voces perfectamente entretejidas e integradas. Y ante la magia musical de la creación, el sabio sabe seguir cada una y dar a cada una lo que le pertenece: al intelecto, las abstracciones; al cuerpo, las sensaciones; y al mundo imaginal, las almas, que son como alforjas llenas de visiones. Esas tres voces que suenan al unísono se encuentran vertebradas por el contrapunto del aquí y el ahora, un contrapunto que entrelaza intelecto, visión y sensibilidad. El inmenso poder que una metáfora pueda tener para un filósofo viene precisamente de ese eje cósmico que es el mundo imaginal (que nos protege contra los ídolos conceptuales y materiales), pero no se entendería sin la experiencia sensible y sin ese otro mundo inmaterial de los significados. Un buen ejemplo del poder creativo de lo imaginal lo encontramos en la física del siglo xx: donde las visiones relativistas y cuánticas se emanciparon del mundo tangible del mecanismo.

Ibn Arabí (1165-1240) fue un viajero del mundo imaginal, además de uno de los grandes visionarios y místicos de todas las épocas. Genio prolífico del sufismo, de padre murciano y madre bereber, creció y se educó en los alrededores de Sevilla, pero el afán de saber lo arrastró a una vida itinerante en busca de los maestros ocultos. Recorrió Al-Ándalus, el norte de África y posteriormente, camino del oriente, El Cairo y Jerusalén (una noche en el desierto contrajo nupcias con los astros celestiales). Tras dos años de intensas experiencias espirituales en La Meca, prosiguió su viaje hasta Bagdad, para finalmente regresar a Damasco, donde se estableció hasta su muerte. Su sepulcro, cubierto de cristal, puede visitarse hoy en la cripta de una mezquita asediada por los bombardeos.

El libro que presentamos es un estudio exhaustivo, bien escrito, prolijo en detalles y en ocasiones brillante, sobre la vida y el pensamiento del místico andalusí. Fernando Mora (Valencia, 1959) mantiene el pulso narrativo organizando grandes dosis de información bibliográfica y dando muestras de un conocimiento experiencial de la tradición sufí muy poco frecuente en nuestros ambientes. Los estudiosos consideran que los contactos de Ibn Arabí con aristotélicos (Alfarabi, Averroes) y neoplatónicos (Ibn Hazm) fueron más bien escasos y que su obra es en general de carácter gnóstico-religiosa (la experiencia interior como requisito para el conocimiento divino) y crítica con el ejercicio meramente externo de la religión o la filosofía. Pero cualquiera que se acerque a sus libros comprobará enseguida que no se trata de un simple místico, es también un cosmólogo y un metafísico. Es heredero, lo sepa o no, del neoplatonismo y del sincretismo greco-oriental, asume con naturalidad la identificación de inteligencias angélicas y esferas planetarias, detalla las relaciones, complejas e inspiradas, entre el Creador y lo creado, describe las moradas del itinerario místico y se muestra ante sus lectores como un experto en el arte del develamiento. Con su figura el sufismo alcanza una de sus cimas. Desde ella puede divisarse la perfecta continuidad de la escala de los seres, las diez inteligencias que median entre la divina unidad y la materia más tosca (que el neoplatonismo occidental reduce a tres), y una suerte de preludio de la evolución de las especies, donde el último mineral es el primer vegetal (la transición entre el reino mineral y el vegetal es la trufa; entre el animal y el humano, el mono) y que corre en paralelo al grado de participación en el amor divino.

Todos los viajes son viajes al interior. Al tiempo que Ibn Arabí recorría la tierra y el mar infatigablemente en busca de los signos divinos, vagaba también por las geografías sutiles de lo imaginal. Es creencia común del sufismo que todo cuanto existe se halla inmerso en un viaje infinito. «El origen de la existencia es el movimiento. En ella no puede haber inmovilidad, pues regresaría a su origen, que es la ausencia. Nunca jamás cesa el viaje, ni en el mundo superior ni en el inferior» (El esplendor de los frutos del viaje, p. 60). La condición de lo creado es el movimiento y el amor su esencia. Ese viaje puede ser de tres tipos, desde Dios, en Dios, y hacia Dios. El viaje desde Dios es el de la misma existencia, el viaje del vivir. El segundo, que es el de los poetas, se caracteriza por el extravío y la perplejidad («si eres de los valientes, zambúllete en mi océano y bésame en la espuma»). El tercero tiene dos rutas, la de la fe y la confianza, que es la terrestre, y otra más aventurada, marítima, que es la de la razón. Sea como fuere, el movimiento es interminable y cada vez que se cree haber llegado a destino, se descubre un nuevo horizonte. No sólo se desplazan los planetas y las esferas celestes, sino que cada criatura, al respirar, inserta su propio ser en el itinerario divino.

El periplo místico en las tradiciones abrahámicas suele estar guiado por un ángel tutelar. Pero no son viajes a voluntad ni frutos del esfuerzo, son arrebatos de la gracia divina, un don infuso y no buscado. Ibn Arabí describe el Viaje nocturno, ocurrido en Fez, como un viaje horizontal, a través de los elementos (tierra, fuego, agua y aire) y a través de los reinos de la naturaleza, pues tanto los minerales como los vegetales y los animales tienen una percepción directa de las teofanías o manifestaciones divinas, una especie de revelación natural no impedida por la razón en la que cada uno lo glorifica en su propio lenguaje. La jerarquía parece aquí invertida: la planta se encuentra por encima del animal, pues sólo se mueve por la búsqueda de la luz, y por encima de ella está el mineral: «ninguna criatura es más elevada que la piedra», el guijarro simboliza la posición más humilde, la suprema receptividad al influjo divino.

La ascensión vertical, por otro lado, conduce a la luz de las luces, a la inteligencia divina que ordena el devenir de la existencia, llamada el Cálamo supremo (ese que escribe el destino de los seres), una caña hueca, cortada oblicuamente en su extremo, que en la antigüedad servía de pluma. Quien logra llegar a destino se convierte en el ojo mediante el cual Dios se contempla así mismo, que es también en el ojo a través del cual observa su creación y derrama su gracia sobre ella. Con ello se confirma la tradición profética: «Yo era un tesoro escondido y amé ser conocido. Creé a las criaturas para que me conociesen y me conocieron». Un autoconocimiento que se realiza continuamente en los ilimitados espejos de la creación (aquí parece que hable Leibniz: «aunque la luz del ser es única, cada posible cuenta con distinta capacidad de reflejarla»), aunque no todos se encuentran igualmente pulidos. Esa mirada divina en el «amigo del hombre» (el santo) es esencial para el destino del mundo: si Dios dejase de contemplar la creación a través de ella, el mundo se sumiría en el caos. Una amistad divina que no se refiere tanto a la bondad o la piedad como al conocimiento directo de Dios y de uno mismo. Una mirada, la del santo, que curiosamente también nos protege de Dios, pues en su ausencia su fulgor nos aniquilaría.

Como puede comprobarse nos movemos en arquetipos universales del mundo semítico. Probablemente, los pasajes más interesantes del libro de Fernando Mora son los que describen el mencionado estado intermedio. El barzaj es la línea que separa la sombra de la luz, y también el estado de transición tras la muerte del cuerpo físico: «mientras el espíritu del difunto mora en dicho estado, permanece confinado en la forma de sus acciones». Como en el budismo, todo pensamiento o acción tiene su configuración imaginal y genera una imagen sutil que cobra vida autónoma en el más allá. Otro barzaj es el estado onírico, que también pertenece al dominio imaginal, donde la imaginación une lo que la razón separa, donde se integran los contrarios y se concilian las paradojas, donde lo inconcebible es concebible, donde se encuentran el océano de los significados y el de las sensaciones. Es dicho ámbito el que aporta la sustancia de la vida interior del alma. El espíritu es luminoso, simple y sutil, el cuerpo es tenebroso, compuesto y denso, el alma es una mezcla de ambos. El barzaj es además un mundo autónomo, cuyas leyes solo conocen los «dueños del instante», es la «morada de los símbolos», un mundo sutil e independiente que subsiste al margen del observador (y en el que resuena el concepto budista de al?yavijñ?na). Se lo llama «el octavo clima» porque se encuentra más allá de los siete climas reconocidos por los geógrafos del islam. Un mundo de realidades extrañas y desconcertantes ante las cuales la inteligencia queda subyugada. Un lugar para la exploración de las gentes del develamiento. Un vasto mundo que cabe en un grano de sésamo y donde la imaginación puede acceder a donde no llega la lógica o la percepción.

La imaginación es una trompeta hecha de luz, un cuerno radiante por el que sopla el arcángel Israfil. De hecho, la imaginación es una más de las ilimitadas variaciones que asume la luz original. Pero se trata de una luz que no se parece a las demás, pues es capaz de ver en la oscuridad. La imaginación no sólo tiene luz propia sino que sus contenidos son siempre veraces (lo erróneo sería, en todo caso, su interpretación). No engañan los sentidos, engaña la mente. No existe falsa imaginación, en el octavo clima todo es verdadero. Dicha condición de la imaginación hace posible asociar conocimiento y adoración. Reconocer la presencia divina en cada experiencia y cada rostro, permite establecer una profunda comunicación con esa tierra ilimitada que habita en el corazón. Una «vasta tierra» capaz de albergar el cielo, la tierra y a Dios mismo. «El que no adora a Dios en la tierra todo-abarcante de su cuerpo no lo adora en la tierra de la cual ha sido creado. Cuando Dios creó la tierra de tu cuerpo, dispuso dentro de ella una Kaaba, que es tu corazón». Adorar a Dios como si se le viese. Si no fuese por la imaginación, el amor o la adoración resultarían inviables.

Son muchas las páginas que el akbarí dedicó al amor (él mismo abogaba por un amor sobrio, atemperado por la sabiduría). Repetía que cualquier experiencia o emoción, incluyendo la cólera, el apego o los celos, hunde sus raíces en lo divino. Nada en el mundo es vil (hablamos de lo noble y lo vil sólo para entendernos) y hasta el árbol prohibido fue un factor ineludible para la eclosión del amor. Nada hay imperfecto en el cosmos y todo movimiento es un movimiento de amor: La más grave de las desobediencias humanas es ignorar los derechos del corazón, «pues el corazón es la morada de la que la divinidad se ha reservado el privilegio». Dicha ignorancia no es otra que la negligencia en el trato con la fuente suprema. De un modo muy spinoziano, Ibn Arabí sostiene que no hay verdadera existencia sino en Dios. De ahí que los conocedores sean las gentes del develamiento y del encuentro: «el amor no se oculta en la rosa, sino en la capacidad de oler su perfume». La criatura es el lecho nupcial donde se acuesta la divinidad, el jadeo amoroso de la respiración.

Estamos en un mundo donde la savia secreta de la vida fluye por doquier, no existe lo inerte o lo mudo. Los astros, las piedras o las flores dialogan entre sí, pero sólo el que ha purificado los sentidos es capaz de captar esas voces. No hay nada que no celebre la alabanza del Viviente, no hay nada que no alabe a Dios. Y aunque el Supremo admite todas las aserciones y todas las refutaciones, decir que es la causa del mundo supondría una descortesía espiritual (por no decir una impertinencia). «Él no es causado por nada y no es causa de nada, Él es el creador de las causas y los efectos.» Y, como en la antigua filosofía hindú, se dice que es el sujeto último de todas las experiencias (el vidente y el oyente, 42:11). Y añade que aquél que permanece en la perplejidad ante lo divino recorre un sendero circular, pero nunca se aleja de Él, mientras que el que sigue el sendero rectilíneo acaba perdiéndose por la tangente.

El valor epistemológico y sanador de la imaginación es indudable. El Círculo de Eranos, de orientación jungiana, trabaja en esa dirección, también las diversas formas de meditación de origen indio. La materia prima del mundo es imaginal, una tensión esencial entre significado y materia. En el lugar de encuentro de la materia ascendente y del espíritu descendente, de significados puros y formas tangibles, se encuentra la clave para la «salud del alma», pues ésta no es otra cosa que la armonía de los elementos dispersos del ser (cuerpo de arcilla y aliento divino). Pero como apunta Fernando Mora, la insistencia en la imaginación puede hacer olvidar otras teofanías «más allá de la forma». Hay una luz más allá de las imágenes y sería precipitado decir que Ibn Arabí reduce el conocimiento espiritual al ámbito de la imaginación: pues aun siendo de suma importancia, lo imaginal es sólo uno de los múltiples lugares de encuentro del hombre y lo divino. Existe un ámbito de luminosidad inmaculada (sin contenido) que sólo es posible captar transformándose uno mismo en luz. Para ello se requiere la aniquilación del propio yo: «para disfrutar lo real hay que saborear antes la muerte del ego», una suerte de aniquilación de la conciencia ordinaria que se conoce como fan?´, una pérdida de anclajes o puntos de referencia. Un estado que es indisociable del «resto», de aquello que subsiste. El olvido de sí (fan?´) y el reconocimiento de un origen primordial vacío de contenido (baq?´) son aspectos complementarios: lo que nunca ha sido (ego) y lo que nunca ha dejado de ser (origen) se reúnen en la vivencia mística. Un éxtasis, que contra lo que pueda parecer, es imprevisible y súbito, que depende exclusivamente de la gracia divina y que permite reconocer lo que realmente somos. No se habla aquí de «unión» pues eso supondría la existencia de dos entidades independientes y la mayor necedad sería creer que existe algo desgajado del soporte divino. El místico no se une a nada, simplemente «reconoce». El amante se confunde con el amado.

El corazón será el lugar de encuentro de la divinidad consigo misma, de lo visible con lo invisible. De ahí que este conocimiento se llame ciencia del corazón. El corazón es como un espejo pulido por el desprendimiento y el recuerdo de lo divino, capaz de asumir el color de las imágenes que se proyectan en él (una metáfora que viene de India a través de Persia, y que recogerá Leibniz). El corazón es el recipiente donde se vierte el agua informe de lo divino. Pero nuestra condición finita obliga y no es a Él a quien se reconoce, sino al «Dios configurado por las creencias». Como el agua, la divinidad adopta la forma del vaso del corazón. Y aquí el sufismo hace gala de una extraordinaria generosidad imaginal: el sabio puede reconocer al Único bajo sus diferentes máscaras, mientras que el fanático creerá que siempre se presenta del mismo modo. Sólo es posible ver lo que Él deja entrever, Dios no tiene contrario, se encuentra presente en todos los credos, pero también ausente en ellos, ninguna descripción lo abarca. Y el maestro andalusí anticipa la última broma divina: el día de la resurrección, Al-l?h se presentará a cada creyente con una forma distinta a la cultivada por éste, como prueba de su compromiso con la recreación del ánimo y el ejercicio del ingenio.

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