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Mundo dadá

Para entender el mundo actual ya no sirven las encuestas, ni los análisis de los analistas, ni las tertulias de los tertulianos, ni los estudios de los estudiosos, ni la experiencia de los expertos, ni la inteligencia de los que hasta hace unos cuantos días considerábamos inteligentes. Para entender el mundo, el inaprensible presente inmediato, lo que está pasando ahí fuera, hay que recurrir a la literatura, a la historia literaria. Lo vengo diciendo desde hace mucho, pero la gente no me presta atención, y se dedica a la caza indiscriminada de pokemons.

Estamos viviendo una época de dadaísmo socio-espiritual, de vanguardismo ideológico supremo. Se trata de lo que ni los mismos vanguardistas históricos -los artistas de principios del siglo xx- habrían soñado: la toma de la realidad por parte del irracionalismo, el asalto poético de las instituciones democráticas.

El dadaísmo fue un movimiento nacido en 1916, en el Cabaret Voltaire de Zürich, impulsado por artistas en el exilio, durante la Gran Guerra. Casi todas las ocurrencias que han marcado la historia moderna de la humanidad se han forjado en un café, por gente que llevaba más de una copa encima.

Los dadaístas propugnaban la muerte del arte burgués, del canon, de las convenciones literarias, de la belleza tradicional. Como después de la tercera absenta todos los redactores de manifiestos se vienen arriba, Dadá se consideraba como una ideología absoluta que negaba todas las ideologías anteriores (incluida, si hiciese falta, la ideología propia de Dadá). Un dadaísta como Dadá manda está contra la razón, contra la lógica, contra el sentido, contra las leyes de la Física, de la Química y de la Ley. Contra todas las vanguardias que no sean Dadá, para terminar por estar en contra de Dadá mismo. Ya ven: una suerte de populismo artístico suicida, de nihilismo radical que aspira a contemplarse explotando, en una orgía majestuosa de fuego purificador.

Sin ese ingrediente Dadá no se puede entender el mundo en que vivimos, entre otras cosas porque Dadá nos enseña que, a la postre, no hay mucho que entender, y que en esa falta de entendimiento radica el hecho artístico. Trump es Dadá. Brexit es Dadá. El no a la paz en Colombia es Dadá. El salafismo islamista suicida es Dadá. La extrema derecha neonazi (en países que fueron invadidos por los nazis, que consideraban infrahombres a los habitantes de dichos países) es Dadá. Las democracias haciéndose el harakiri son Dadá. Los folklores independentistas de intensidad variable son Dadá. El abstencionismo que recorre la tierra es Dadá. Cuanta más confusión, más Dadá. Que se joda el universo, canta Dadá con voz enternecida, desde el gran cabaret en que se ha convertido el planeta.

El lema que servía de pórtico a una de las primeras publicaciones dadaístas fue una cita de Descartes (pobre tito René): «No quiero ni siquiera saber si antes de mí hubo otro hombre». El mundo de hoy en día es un ready-made, un objeto encontrado: el urinario, otra vez, en la peana de la exposición, el chaleco explosivo como colmo de la elegancia, el muro fronterizo de cemento como escultura sublime.

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