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Conductismo cultural

La especificidad cultural de cada país se define por ciertos ritos que a los demás nos parecen extravagantes. De todos es conocida, por ejemplo, la afición que tienen los británicos a mezclar la monarquía con la cultura, hasta el punto de que la reina ha recibido a Rowling y a los Beatles con la misma profesionalidad con la que homenajeó a Hawking. O la manía francesa de las condecoraciones que les lleva a colgar vistosas medallas, cuando no una pata de armiño, en el pecho de todo personaje relevante que ha contribuido a la grandeur de la République. Tampoco se quedan cortos los estadounidenses organizando cenas de homenaje a cien mil dólares el cubierto. Bueno, pues lo nuestro son los premios. Aquí si no te han dado un premio, no existes. En Valencia lo tenemos asumido: ¿qué sería de las Fallas si cada comisión no entregase anualmente un bunyol d´or y varias distinciones de menor importancia? Pero en todas partes cuecen habas. Es sabido que las academias -de esto y de aquello- suelen reclutar entre sus miembros a numerosos floreros que ni son escritores ni científicos ni nada serio, pero que pueden traer recursos económicos para el invento.

No quiero frivolizar sobre este tema, prefiero abordarlo científicamente procediendo a establecer una clasificación de los premios. Yo diría que existen tres tipos, según la envidia que suscitan en el personal: 1) premios crematísticos que el premiado no se ha currado, pero que la gente envidia; 2) premios simbólicos que el premiado se merece de sobras, pero que nadie le envidia; 3) premios crematísticos que tampoco son envidiados, pero que sirven a los políticos para que los envidien a ellos.

Los primeros son obviamente los de las muchas loterías a las que hemos transferido el antiguo auxilio que antes demandábamos a los santos. Hace un par de días se falló el gordo: por fin cesarán esas repugnantes campañas publicitarias en las que se nos asegura que no tenemos sueños baratos, que nos lo merecemos, que obtendremos todo, que lo primero es llamar a mamá, ya saben. Con las fórmulas estadísticas en la mano no hay nada más tonto que jugar a estas cosas, pero a ver quién es el guapo que convence al personal de que le están timando. La segunda clase de premios supone el reconocimiento a una labor valiosa y, como en este país no se premia el esfuerzo sino la chamba, lo normal es que no se entere nadie. Por ejemplo, hace unos meses se concedió el premio internacional de traducción Marina Tsvietáieva a la profesora de la Escuela de Idiomas de Castellón, Reyes García Burdeus: ¿ustedes han visto que la prensa, la radio o la televisión valencianas se hayan hecho eco de este acontecimiento? Silencio. No es maldad, es simple ignorancia.

Y luego está la tercera categoría, la de los premios de ringorrango. Hace un mes escaso se entregaron los Jaume I: merecidos, por supuesto, a grandes investigadores, claro. Pero, ¿de verdad nos podemos permitir gastar un millón y medio de euros cada año para premiar unas actividades científicas que aquí no se cuidan en absoluto? Si yo fuera uno de los portavoces montoristas que nos niegan periódicamente una financiación justa ya sabría qué responder a la delegación valenciana. No parece que estos mandamases de ahora sean tan diferentes de los de antes: también les gusta rodearse de premios Nobel, que vengan los reyes (aunque no los aplaudieran en el Congreso), que haya una comilona, en fin, los viejos fastos del PP.

Ahora entiendo la extravagancia de un familiar cercano que se ha comprado un perro y que, cada vez que mea dentro del tiesto, le da un chuche en concepto de premio. Por lo visto, todos estos premios que se conceden por ahí no pretenden sacarnos de la ruina ni reconocer nuestros méritos, sino que pongamos coto a nuestra falta de puntería urinario-cultural. Es una forma de conductismo: los premios vienen a ser la zanahoria de un palo que golpea duramente, como emigrantes o parados, a todos los demás.

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