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El espíritu de la lluvia

Puede que la literatura no consista en otra cosa más que en una disposición del ánimo. En estar o no dispuesto a ver ciertos hechos, a escuchar o no ciertos fenómenos, a tocar o no ciertos materiales, a pensar o no en ciertas preocupaciones. Puede que la escritura que aspira a la emoción estética se reduzca a la manera en que combinamos las palabras, según el estado de nuestro humor. El talante, a fin de cuentas, es el humor sostenido con que contemplamos la realidad. El temperamento es una inclinación sentimental hacia lo que nos rodea, y termina por configurar nuestra visión del mundo.

Un pensador airado y en permanente conflicto con el universo dijo que somos lo que comemos. No me cabe duda de que es verdad. Y somos lo que escuchamos a diario. Y lo que decimos. Y el paisaje que contemplamos. Y somos, por supuesto, la climatología que padecemos. No se puede pensar lo mismo de la vida, si uno permanece la mayor parte del año a treinta grados bajo cero y cubierto con abrigos de piel de foca, que si uno necesita refugiarse del sol abrasador, bajo una palmera, mientras se abanica en taparrabos y bebe agua de coco. En cada caso, el clima acaba por influir en nuestra forma de «estar», y a fuerza de estar día tras día se acaba siendo.

La prueba de que esto sucede así -de que al menos «me» sucede así- es que después de haber estado lloviendo sobre Valencia durante casi un mes, se me ha puesto un humor literario de perros, de nihilista ruso, de hiperestésica cuentista irlandesa encerrada en su gélida casa de familia, de poeta hermético alemán con tentaciones de arrojarse al Sena (porque puestos a arrojarse a un río, mejor que sea uno con pedigrí literario).

Los adultos mediterráneos somos mediterráneos y adultos porque solemos quejarnos del secarral en que vivimos. Afirmamos que sentimos nostalgia de la lluvia, de los fríos del Norte; pero, en cuanto el frío y la lluvia se prolongan más allá de tres días, caemos en la desesperación existencial. De esa imposibilidad para sufrir el mal tiempo está hecha la madurez mediterránea. (A los jóvenes no les afecta en absoluto la climatología, porque a ellos les encanta sentirse desgraciados y profundos, ya que son casi inmortales y poseen un termostato propio.)

Si yo viviera en un lugar lluvioso, una de esas ciudades con el cielo color de rata famélica, no estoy seguro de cómo sería lo que escribiese, de cuál sería mi apetito para lo exterior, de cuándo mi humor estaría de humor para inmiscuirse en lo real. Lo más probable es que me volviese uno de esos escritores centroeuropeos que suspiran por vivir durante varios meses a treinta y tantos grados a la sombra, por caminar descalzo sobre un suelo de baldosas frescas, por comerse a la orilla del mar un arroz epicúreo con carabineros y gambas rojas. Uno de esos mitómanos del Sur venidos del Norte, que miran a los mediterráneos con estupor cuando se ponen pluviosos.

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